miércoles, 2 de octubre de 2013

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Dúos. 



Salí a tirar la basura



sin quitar el mandil que utilicé para hacer la cena. Estaba ridículo hasta decir basta, porque había puesto uno de mi compañera que ni siquiera ella usa apenas, ¡es horrible! No encontré el mío habitual y no soy muy presumido. Pero es que hay niveles, yo también tengo mi pequeño corazoncito de narciso, y una cosa es ser el hazmereír de los de casa y otra servir de pelele a un grupo de atorrantes, que fue lo que me sucedió. No me di cuenta de que lo llevaba encima hasta que me tropecé con ellos en la escalera que desciende hasta la calle. Eran cinco gamberretes de unos 18 ó 20 tacos, con un pedo curiosín, haciendo un minibotellón y fumándose unos porros. No tengo nada contra lo uno ni contra lo otro, pero no me gusta que me vacilen de mala manera. Sólo dije buenas noches. Ya tuve problemas para cruzar entre ellos y bajar a la acera, uno me tironeó del mandil y otro dijo, entre una risotada general, algo así como ¡Quita eso de ahí, cerdo, que apesta!, refiriéndose a las bolsas y dando un manotazo a la que tenía más cerca. Mientras iba hasta los cubos y las dejaba, pensaba que a la vuelta se repetirían los problemas, no había respondido y estarían envalentonados. En efecto. Al llegar a la escalera se habían puesto de pie y se reían señalando mi aspecto y cerrándome el paso. La verdad es que hasta a mí me daba la risa viendo la pinta que tenía. Pero lo suyo no era un disfrute sano, consistía en divertirse humillando al prójimo. Me dejé hacer con muchísima paciencia permitiendo que me empujaran, que tiraran del mandil de un lado y de otro, y sólo cuando uno quiso, y logró, tocarme la barba, le dije en voz baja y sin excesiva violencia, ¡La barba no!... . Me daba cuenta de que si los tomaba muy en serio la cosa terminaría mal y el peor parado sería yo. Quiso la casualidad que pasaran dos personas por la calle y aproveché para escabullirme cuando dudaron de seguir con el acoso. Entré en casa con una mala hostia que me llevaba dios, pero ya tenía la respuesta justa en la cabeza. Amigo como soy de los disfraces guardo uno de policía, no sé de qué país, pero que da el pego, y de noche más. Me vestí en un pispás, agarré la cartuchera con la pistolina de juguete, porque tiene de todo, hasta tolete, ¡aunque es de plástico hueco y ligero!, y salí a la calle. Seguían sentados en la escalera descojonándose. En un primer momento debieron pensar que alucinaban, abrían unos ojos como tarteras. No se lo podían creer. Los puse a los cinco contra la pared y en un minuto se les había pasado todo el vacilón. Pedí los carnets de identidad, les hice vaciar los bolsos, y los tuve allí ocho o diez minutos. Les devolví los documentos y dije, con toda la gravedad de que fui capaz, que ya recibirían en sus respectivos domicilios una notificación del Juzgado. Se fueron con paso ligero y las cabezas gachas, sin el costo. ¡Los jodíos chavales fumaban un chocolate mejor que el mío!



Ilegales.  Yo soy quien espía los juegos de los niños.





Salud y felices pesadillas 



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