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A cuentos de Valle-Inclán Ponferrada, enero 2013 |
π miento
Llegamos a Ponferrada en el Mercedes del Narizotas, el legionario amigo de don Ramón, tan parecido al Bogbón Felón. Conducía el coche el guardaspaldas y el macarrón ocupaba su sitio en el asiento trasero. Dormía junto a Eusebio, el criado gigante del manco, que viajaba en el centro y seguía roncando, con el cogote apoyado en la bandeja posterior.
Aparcamos en una calle del centro, una noche lluviosa y fría. Cuando paraba de llover la espesa niebla lo envolvía todo. Había sido un viaje lleno de peripecias hasta llegar allí. El Legía hacía un recorrido de reconocimiento por sus negocios, parando todo a lo largo del camino en locales de prostitución para camioneros, en poblachos sin nombre.
En la capital del Bierzo tenía un dúplex enorme muy moderno con siete chicas, sólo brasileñas, colombianas y cubanas, decía que eran las más calientes y cariñosas. El negocio lo regentaba un matrimonio berciano, él minero silicoso retirado, con muy mala leche y ella una portuguesa ya naturalizada, morocha y malencarada, que tenían su propia vivienda en otro piso del edificio. Allí cenamos todos un plato caliente después de muchos días de tragar bocadillos en lugares apestosos.
Y en esa casa dormimos Sebito, por orden de su amo, y yo por agotamiento, en el Mercedes me era imposible hacerlo con los ronquidos del gigante junto a la oreja. Valle en cambio cerraba un ojo y se quedaba roque como un búho. Así que el manco, el legía y el guardaspaldas, salieron después de la cena a visitar otro local donde trabajaban algunas de las chicas del dúplex y nosotros nos fuimos a la cama. Sebio no podía dormir y me estuvo dando la tabarra más de dos horas con la mala conciencia que tenía, pensando en la su Jaki y con el recuerdo de las mieles de la rubita del Constantinopla..., hasta que debí quedarme dormido mientras seguía hablando.
Por la mañana nos despertó la portuguesa diciendo que en la cocina nos esperaba el Narizotas. Allí estaban los tres peines con cara de no haber dormido en toda la noche trajinándose unos botillos con repollo y cachelos. Sobre la mesa había vino y orujo.
¡Amaneció en Bouzas!, saltó el manco nada más vernos. ¡Apuren la entiba del banduyo que hay trabajo!, añadió señalando la fuente con restos de botillo.
Eusebio se sentó, la portuguesa le alargó un plato y el coloso se puso a comer como si tal cosa.
¡Vaya un desayuno!..., protesté yo.
¡Déjese de remilgos y coma, que después no habrá ocasión! ¡Y ligero, galgo, que son las dos!, urgió Valle.
Tenía razón el viejo. Era lo que debería haber hecho, de saber lo que me aguardaba, pero le pedí a la mujer un café y unas galletas y detrás me tomé un chupito de aguardiente. Con eso pensé que estaría caliente y entonado por unas horas.
El Legía habló en la mesa de un político local con el que debía entrevistarse. Era alguien poderoso en la ciudad, aunque el Narizotas no mencionó el cargo que ocupaba. Sí contó que este socio, empresario minero, había estado al frente de la alcaldía y tenía varios pleitos abiertos por fraude, prevaricación, apropiación indebida, y acoso sexual a dos concejalas del grupo político independiente que representaba, escindido de Fuerza Nueva para presentarse a las municipales sin la vitola ultraderechista. ¡No van a demostrar nada y el prenda se irá de naja!, se reía el caramula.
El malevo contaba todo esto tan tranquilo, con una lucidez y precisión en el uso de los términos que contrastaba con su careto de remolacha forrajera y su condición de macarra en activo, que se supone poco dada, en principio, al cultivo lingüístico. La inteligencia no parece tener que ver mucho con la ética en este mundo de listos y truhanes.
En la calle seguía la lluvia y la niebla cerrada de la noche anterior. Hacía mucho frío. Más que las tres de la tarde parecían de la mañana.
Don Ramón quiso comprar unos pimientos picantes y entró en una tienda mientras esperábamos en la acera, yo aterido.
¿Para qué quiere los pimientos?, le pregunté cuando salió con una bolsa de plástico en la mano.
Pero no contestó. Pidió al Legía que si nos podía subir al cementerio, porque aquel era el lugar de su cita. Le dijo que todo el asunto le llevaría una hora y que mientras tanto podía acudir a su entrevista con el empresario, después que subiera a buscarnos. Nuestro siguiente destino era León, donde el legionario supervisaría otro dúplex de lujo, según contó.
Así lo hicimos, el Narizotas y su compinche nos descargaron en el cementerio y ellos volvieron a Ponferrada.
El genial manco, decidido y a grandes zancadas, se acercó a la puerta del cementerio. Sebito y yo íbamos más atrás, despacio y algo acobardados. Valle empujó la verja, que cedió con un chirrido oxidado. Se volvió para que apuráramos y entró por la rendija que había abierto. Nos fuimos detrás del viejo que ya se había metido por una avenida lateral que ascendía entre cipreses y aumentaba su ventaja a cada paso. A esa distancia, con el levitón, la chistera y los botines parecía un fantasma entre la niebla.
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En el rincón de los iniciados
Ponferrada, enero 2013 |
Tras un buen rato de ascenso llegamos a una esquina del cementerio sin tumbas, nichos ni construcción funeraria alguna. Había un conjunto de pequeñas lápidas votivas en el suelo de césped, con distintas leyendas pero sin nombres. Don Ramón estaba frente a una de ellas en actitud meditativa, tal vez orante. Bisbiseaba algo incomprensible como una urraca beata. Nos miró de reojo cuando llegamos a su altura.
¡A ver, mastines!, carraspeó el zombi con evidente sorna, ¡Cada uno a un lado, como buenos monaguillos, hagamos los honores al Benemérito Maestro!
¿De quién se trata?, me atreví a preguntar con timidez
¡No importa el nombre, importa el mensaje, caperucito!, chilló el viejo atravesándome (me cubría un mal chubasquero con caperuza).
Valle abrió la bolsa de plástico, sacó un hermoso pimiento rojo que en aquella grisura de la niebla parecía un rubí, le dio la bolsa a su criado y depositó muy ceremonioso el pimiento bajo la leyenda de la lápida
Aquí en lo hondo
duermen cenizas
de algún cachondo
Para mi desaliento
no traigas flores
quiero pimiento
A mí se me escapó la risa aunque estaba tiritando y Sebito estalló en carcajadas, contagiado. Don Ramón se volvió fulminándome con los clisos, no dijo nada pero, rápido como el rayo, agarró su sombrero y me dio un chisterazo en todo el morro. Usebio se apartó prudentemente.
¡Estate al loro, barbián, que saco la de a tercia!, me amenazó. ¡Y tú, sacristán, arrímate a mi vera que ya ajustaremos cuentas!
Las orejas de Sebio cuando se acobardaba, parecía que tuvieran autonomía de movimientos y caían solas como las de un elefante. Se acercó faldero al manco. Yo me frotaba el morro y empezaba a aburrirme la broma, pero me aproximé también.
Valle hizo unos cuantos esparabanes y signos extraños en el aire con su brazo bueno, el muñón acompañando el movimiento del derecho, y pronunció un discurso en arameo. Sacó después una petaca del bolso interior del chaqué y le atizó un trago, luego me miró, se lo pensó y me la pasó. Era brandy, ¡aquel Terry añejo! El de Arousa me lo tuvo que quitar de las manos.
Entró enseguida en una especie de trance introspectivo con los ojos cerrados, las barbas clavadas en el pecho y la cabeza baja. La niebla había empezado a cuajar en una especie de orbayo que nos estaba empapando, en especial a mí que era el más desprotegido. Quise escurrirme sin hacer ruido, pero el zorro me guipó sin abrir los ojos ni cambiar de postura, ¡Quieto ahí, traidor, no se mueva hasta que termine el Oficio!, gruñó.
Debía de haber pasado ya la hora convenida con el Narizotas y yo no aguantaba más, así que le dije, Don Ramón, creo que el Legía ya debe de estar esperando...
¡Que espere!, contestó de mal talante.
Es que yo voy a coger una pulmonía, la ropa que traigo no es apropiada para este tiempo.
¿Le parece apropiada la mía pollo? ¡Estos son los aprendices de héroe, amado Maestro!, dijo dirigiéndose a la lápida, ¡Ande, arrée y póngase a resguardo, calamar!
Y a Sebito, que lo miraba con cara de víctima propiciatoria, ¡Y tú vete con él, podenco, yo no tardaré!
Al bajar nos perdimos con la niebla, tardamos por lo menos media hora en encontrar la salida. Valle ya estaba en el Mercedes con los delincuentes, que en el momento de llegar nosotros esnifaban polvos de un espejo. El viejo nos echó una bronca monumental jaleado por las carcajadas de los otros dos.
Serían sobre las siete de la tarde cuando dejamos el cementerio. No se veía un burro a tres pasos.
Abreviaré, aunque todavía quedaba bastante por contar.
Camino de León, el Mercedes se paró inexplicablemente subiendo el Puerto de Manzanal. Después de porfiar atrás y adelante, no dieron con el problema. Los teléfonos móviles de los prendas no tenían cobertura o estaban descargados, ¡qué sé yo!. Pasaban pocos coches y nadie paraba, ¡no me extraña, con nuestro aspecto y lo poco que se veía!...
Como el mejor conocedor de la zona, me tocó ir caminando junto con el compinche del legionario hasta la gasolinera del puerto, para pedir ayuda, unos cinco kilómetros de subida. Llegué desfallecido de hambre, de cansancio y de frío. Allí Porfirio, que es el nombre del colega del Legía, vamos a decirlo ya de una vez, me invitó a una chocolatina y a un café con leche que me supieron a gloria divina.
El chaval de la grúa estaba haciendo un servicio remolcando a un automóvil accidentado y tardó en regresar. Cargó el Mercedes con los tres ocupantes y a la vuelta nos recogió a nosotros. A cambio de una buena propina del Legía nos llevó a Astorga en lugar de a Ponferrada, a petición de don Ramón, que parece que conocía a alguien en la capital maragata.
Mamerto Boeza, maletilla, sangrador.
María Jimenez. Se acabó.