L' Escala. Girona, julio 2012. |
El tratante
Ladraban los perros cuando dejaron el pueblo mucho antes del amanecer. La noche era fría, y la luna pálida, casi transparente, rodaba ya cerca de los montes. Avanzaba el carro penosamente por un camino embarrado y las mulas agachaban las orejas al chasquido de la tralla, atentas al estímulo sonoro de las blasfemias del carretero. Lo acompañaban dos mujeres vestidas de negro que, por la edad y cierto parecido, bien podrían ser madre e hija.
Quién sabe la urgencia que empujaría a esas personas a viajar en una noche así, pero su destino estaba muy lejos y querían llegar antes del anochecer siguiente.
Una hora antes del alba se internaron en una zona boscosa, un lugar que todo el mundo evitaba salvo fuerza mayor, se contaban historias de todas las clases, pero siempre desagradables: asaltos, asesinatos, apariciones... .
Las mujeres se santiguaron cuando el carro abandonó el camino despejado para enfilar por entre los viejos robles y el carretero colocó la escopeta cargada sobre sus piernas.
En la inmediaciones de una encrucijada, con un crucero de piedra toscamente tallado y un montón de cantos rodados en su base, empezaban a filtrarse ya destellos de luz entre los troncos y la maleza del monte.
Unos metros antes de llegar vieron venir de frente la silueta de un hombre que, al aproximarse, todos reconocieron. Era un tratante rico del pueblo vecino en cuya familia se había cebado la desgracia. En pocos años había perdido a su mujer y a su único hijo, y él no volvió a ser el mismo desde entonces.
El mulero hizo un gesto de saludo cuando llegaron a su altura en el cruce de caminos, pero el hombre pasó de largo sin girar la cabeza, ajeno a todo, como si no existieran. El carretero se encogió de hombros y arreó a las mulas, mientras el hombre tomaba el camino de su aldea.
El sol ya se había levantado cuando dejaron el bosque. Saliendo a un terreno más despejado empezaron a escuchar el toque a muerto de un campanario lejano. Las mujeres volvieron a santiguarse al unísono mientras el carretero blasfemaba, ¡Cagon Dios, torda, mula!, y hacía restallar el látigo sobre las orejas de sus animales.
Con un sol tibio, pararon antes del mediodía en una venta a dar un descanso a las mulas, echarles algo de cebada y de beber, y de paso estirar ellos las piernas y comer también un poco.
Mientras daban cuenta de un plato caliente de berzas con judías, patatas y tocino, escucharon una conversación entre dos trajinantes de una mesa cercana en la que hablaban del tratante. Perdieron las ganas de seguir comiendo.
Un criado lo encontró ahorcado en la cuadra, antes de la salida del sol, cuando iba a ordeñar las vacas. Debía de llevar varias horas muerto, tal vez se colgara cuando salió de casa al poco de cenar, nadie lo volvió a ver vivo después, el cuerpo estaba ya helado y rígido.
Ramiro Rodríguez Prada.
Juan Perro. El carro.
Salud.
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