viernes, 11 de noviembre de 2011

Vida inquieta



Amanecía. Desperté con las piernas doloridas como si hubiera estado toda la noche en danza. En un primer momento no recordaba nada, pero poco a poco empecé a ligar algunas imagenes sueltas que me ofrecía la adormecida memoria.

Podía ver a Valle Inclán vestido con la capa que llevaba la noche de la reunión de pastores, pero había algo que desentonaba, cubría su benemérita testa con la boina de Paco Gila y calzaba alpargatas de esparto como el manchego. Resultaba más estrambótico que nunca.
Me levanté, me duché y preparé el café mientras iba recuperando el resto de las escenas más significativas del sueño.


En esta ocasión no me fue a buscar a casa. Estábamos otra vez en el puerto de Xufre, en la isla de Arousa. Era de noche y la calle se veía desierta. Íbamos tomados del brazo por el paseo inferior, al borde del muelle, donde habían instalado una serie de mesas y bancos corridos dispuestos para alguna celebración gastronómica veraniega. Sé que era verano porque, aunque de noche, lucía el sol como en Grecia al mediodía.
¡Me duele el pie, va a llover!, clamó de pronto. Estaba sudoroso, yo lo miré pero no contesté.  
Llegando ya al final, antes de los pantalanes, en la última mesa había dos servicios preparados, seis platos, dos con quisquillas, dos de mejillones al natural y otros dos con trozos de empanada que después supe que era de berberechos. Y una botella de viño Albariño, de Cambados. 

Don Ramón tomó asiento como si fuera lo más natural del mundo y todo estuviera preparado para nosotros. Me sirvió el vino en una copa de cristal, nada del horrible plástico de esas kermeses populares. Levantó la suya y vi que se disponía a pronunciar un brindis de su cosecha. Le brillaban los ojillos y tenía las mejillas encendidas, ya venía algo alumbrado.

 ¡Corónate de pámpanos, poeta,
házte el bigote y desarruga el gesto,
si quieres disfrutar dicha completa
a rey muerto rey puesto!  

Brindé con él un tanto desconcertado, ¿quién era el rey al que se refería? O viño estaba friín y era un gusto con aquel sol nocturno calcando sobre nuestras cabezas.

¿A qué viene tanta alegría, don Ramón?, le pregunté.
Anteayer enterraron a Tista.
¿Quién, el de la vodka?
El mismo.
¿Qué pasó?
No despertó desde aquela noite. Al parecer lo sacudió la parienta para decirle que íbamos a volver nosotros, pero no respondió. Pasó el día durmiendo y el siguiente y otro mais. Como no depertaba, llamaron al médico.
¿Y?...
Levaba dos días morto. Pero no olía, se ve que se bebió toda la vodka que le quedaba y se conservó como un feto en formol. ¡El malandrín no nos dejó ni la prueba, era fooogo diviiíño!.
¡Vaya!. ¿Y quién es el  nuevo rey por el que brindamos?

Pero no me contestó. Agachó la cabeza y se lió con los camarones. Yo me apliqué a los mejillones dejándolos para el final.
Antes de que hubiera acabado la mitad de mi plato había terminado él con el suyo de quisquillas, y eso que son mucho más engorrosas de comer. Volvió a llenar las copas y bebió pero no brindó en esta ocasión. Sin mirarme apartó su plato de cáscaras a un lado, agarró el mío de camarones y se hundió en él de nuevo. 
Cuando terminaba los mejillons le quedaban a él media docena de animalicos, los más ruinos de las 5 ó 6 docenas que llevarían aquellos platos. No había levantado la cabeza de los crustáceos en el cuarto de hora que tardó en ventilar las 120 ó 130 quisquillas que se tripuló.

Don Ramón, déjeme un par  para probarlas.
¡Ah!, ¿pero le gustan?, pensei que prefería los mejilons. Y añadió, Un par no sirve como prueba, hay que comer dos docenas, para empezar. Y en un silbido peló, chupó y comió las cuatro que restaban.
Bebimos el último trago y se levantó como un cohete.
¡Vamos, arreando!, dijo, Coja la empanada  que nos hará un buen apaño más adelante.
¿Y los mejillones?
No son de mi agrado.

Se quitó la boina y, como un pretidigitador, sacó de ella un trozo de papel de estraza plegado muy curioso y me lo alcanzó. Envolví la empanada y nos fuimos.
Le queda mejor el sombrero, aproveché para decirle.
Pero la boina es un regalo de don Pío, e intentó imitar la cara tristona de Baroja, pero con aquella facha, la boina, las lentes, la barba, la capa y las alpargatas parecía más uno de sus propios esperpentos.

Estábamos muy cerca del pino desde el que le gustaba contemplar las cercanas luces de Castro y A Pobra do Caramiñal. Se me había colgado del brazo y tiraba de mín hacia aquel rincón junto al acantilado.
¿Porqué siente tanta querencia por este lugar, don Ramón?
Pero antes de llegar al pino ya estaba transpuesto y no me oía.
Guardé prudente silencio mientras él permanecía absorto, sin parpadear, fija su mirada en algún punto de aquel horizonte de luces, en una tensión que yo notaba en la fuerza con que me apretaba el brazo. 

Salió del éxtasis bruscamente, cual era su costumbre, echando a andar y recitando con voz rota:

¡A mí, hombres duros y de pelo en pecho!
¡A mí los demagogos proletarios!
Uno por uno me los escabecho
y que haga la Prensa comentarios.

Me tiraba del brazo como si fuéramos a perder el tranvía. En ese momento se nubló el sol y noté que al buen arousano le daba un escalofrío.
Como si me hubiera leído el pensamiento, dijo, Estoy destemplado, y añadió marchoso, ¡Pasemos por el sótano del Bene!, y enfiló precediéndome hacia la vereda de las huertas y el sendero de los repolos.
Yo no sentía muchos deseos de volver por aquel antro lleno de tipos patibularios y pendencieros, con un orangután detrás de la barra, un dueño torvo y repulsivo llamado Benedicto que se parecía al papa, pero aún más siniestro, y un ron de caña que don Ramón decía que era la flor de Cuba, pero que a saber en qué refinería de petróleo lo destilarían.
Ensayé una tímida protesta cuando salíamos de las berzas a la calle, pero el de Vilanova se hizo el sordo.

Llegamos a la puerta del chamizo y entramos. La impresión que me causó fue semejante a la del primer día, como ingresar en la boca del lobo.
Esta vez salió el Bene de las sombras a recibirnos, aunque no dijo ni palabra. Hizo un gesto al simio que sacó la frasca del ron y llenó tres vasos. Nos acodamos a la barra con el manco enmedio.

Acostumbrado ya a la obscuridad del agujero, poco a poco empecé a vislumbrar las mismas caras torcidas de aquela noite de la luz bisunta. Me palpé el bolso posterior del pantalón. Allí seguía la barbera de Van Gogh.
Don Ramón y el Bene se habían bebido el ron y llenaban el segundo vaso.
Acerqué el mío a los labios con cautela y sólo del olor me dió la tos. Pero logré contenerla. Los dos colegas se habían vuelto hacia mí y en silencio, con expresiones burlonas, esperaban otro ataque  como el que me dió nada más beber la primera noite, para romper ellos a reír como energúmenos. No les dí ese placer.
Pegué un sorbo que de mano ya me quemó la lengua y me dejó los labios adormecidos. ¡Virhen del Divino Aliento!. Posé el vaso soplando y presté oreja a la conversación de los galegos. Pero no hablaban, el Bene gruñía y Valle bisbiseaba. Sólo fui capaz de pillar palabras sueltas de don Ramón porque el otro no articulaba. Hablaban de un tal Saturno, de Vilanova, de una barca, de Tista y del chibuquí, pero no pude descifrar el contenido de aquel diálogo de zumbaos. 

Se habían echado al coleto el segundo vaso y se servían el tercero cuado se oyó jaleo en la puerta. Llevé la mano a la cheira  instintivamente recordando al valentón pero no pasé de ahí porque se abrió  y cayó rodando escalones abajo un jorobeta  que provocó las carcajadas de la fauna del bodegón.

¡El conde de Romanones!, saltó Valle Inclán.

Los risas cesaban y el jorobado que, en efecto, era el vivo retrato del conde con el bigote a lo Góngora y la mandíbula inferior de prognático, como los Morbones, se incorporó y se acercó a nosotros. Apenas podía tenerse en pie, traía una soberana curiosa.

Don Ramón, farfulló, Lo que usté mande...

¡Saturnino!, chilló Valle, ¡Ya le metiste mano al Terry!, ¿eh, bribón?!
El otro agachó la cabeza y no respondió. Estaba empapado y el agua le pingaba de los escasos pelos  pegados al cráneo.
¿Qué te pasó, caíste al agua? El joraba se hacía el mudo como el manco el sordo.
¡Contesta, pazguato! Llevo una hora esperándote aquí -se volvió y señaló al mono, al Bene y a mí- con estos señores...
Chove,  dijo Saturno.
¡Si chove que chova, carallo!, gritó el viejo, Tengo que pasar por Vilanova con este amigo antes de que amanezca y con la tranca de brandy que traes quién rema ahora. Aquí el joven tiene un hombro perjudicado y si remo yo no salimos del círculo. 
Saturnino levantó la vista del suelo y me miró brevemente.
Que reme la joroba, dijo entre dientes.

Don Ramón que no anda bien del oído, o eso parece, pero las pilla todas al vuelo antes de que las palabras le alcancen la oreja, se volvió para coger el bastón que había dejado sobre el mostrador, pero cuando quiso blandirlo Saturno ya se había parapetado en el fondo del local, tras una mesa.

¡Sal de ahí, enredador, chepa, vendedor de ratoneras!

Saturnino estaba muy regao pero el que cayó al suelo tan largo como era fue el manco, que no estaba mucho mejor. Las risotadas y el guirigay que se escuchaba en la covacha era ensordecedor.
Me acerqué para ayudar al anciano. Había perdido las lentes que recogí de debajo de la mesa. Un cristal estaba hecho añicos pero los trozos se mantenían unidos en la montura. Se las puso y se levantó.


El corcovado, por si acaso, aprovechó para refugiarse en otra mesa más cercana a la puerta.
Nos arrimamos al mostrador y lo primero que hizo fue apurar de un trago mi vaso de ron del que yo apenas había bebido dos sorbos.

Ya repuesto buscó al criado en la oscuridad. El hombre hizo ademán de tomar las de Villadiego pero el manco lo frenó con una voz que parecía ensayada, la de un oso el doble que él.
¡Quieto ahí, pintarrajo!, y sacudía el bastón. ¿Dónde amarraste la barca, modorro?
En el acantilado del pino, dijo Saturnino, temeroso.
¡Pues arrea y aparéjala que embarcamos, vivo! Y le señalaba la puerta con el bastón extendido. Con la chepa ya arreglaré cuentas otro día, habrá que enderezarla un poco, ¡arranca!, añadió.
Saturno cayó también al subir los escalones acelerado. Lo despidieron las carcajadas de la poco respetable caterva de facinerosos.

Al poco salimos nosotros.
Chove miudiño, me dice aparentando optimismo. Pero yo lo veía amostazado. Su ego había sufrido un fuerte castigo en la taberna. El criado se pitorreó de él y los parroquianos se burlaron obscenamente de su pequeño tropiezo. 
Don Ramón, chove abondo, dije yo. ¿Porqué no manda aviso a Saturnino y se queda a dormir en mi casa? Con esas alpargatas se le van a calar los pies y cogerá un resfriado. Él callaba.
De los bordes de la boina y de la punta de la nariz le pingaban goterones sobre los hombros y las barbas. Parecía el probe un Bendito Cristo cuando nos metimos por el senderín de las berzas entre los huertos.

Cuando llegamos al pino íbamos los dos chorreando y no había rastro de Satur ni de la barca. La capa de Valle tenía aspecto de pesar una tonelada con el agua que había absorvido. El viejo parecía más aplastado por las circunstancias que nunca. Lo así por el brazo porque, en Babia, contemplaba las luces de Castro hipnotizado. Entonces ya llovía como pa una traída.
Tiré de él y se dejó llevar sin una palabra ni un reproche.
Bajamos a Xufre y busqué el portal en el que pensaba que me hospedaría, porque no recordaba nada antes del banquete de quisquillas, sólo el paseo del muelle.

Pero fue don Ramón de nuevo quien me indicó una puerta. Entramos en un portal que de inmediato reconocí como el nuestro de Asturias. Valle pasó delante y sin esperar se metió en la cocina.
Cuando entré se había quitado la capa y la boina. Con la lente rota parecía un búho tuerto. 
¿No tendrá un poco de ese brandy añejo?, me preguntó de sopetón.
Ya nos lo bebimos, don Ramón, le dije. Si quiere tengo un poco de orujo berciano.
¡Vamos a ello!, animó el manco con visibles muestras de satisfación.

Saqué la botella y dos copas y nos sentamos a la camilla.
¿Qué fue de la empanada?, inquirió con rintintín. ¿No la perdería?
No, aquí la tengo. Casi la olvido en lo del Bene pero el orangután me avisó cuando nos íbamos.

Estaba preñada de berberechos y buenísima. Don Ramón devoró la suya y se me quedó mirando fijamente. Partí un buen trozo y se lo pasé. ¡Era como un niño y tenía los mismos ojos pillos de un danzante! En dos bocaos le dió término.
Yo no tenía ganas de beber más y sólo lo acompañé con la empanada y la primera copa. Me disculpé y me fui a la cama. Él ya sabía cuál era su habitación y me despidió sirviéndose la segunda.
¡Hasta mañana, pollo!, dijo cachondo levantándola, ya totalmente restablecido.
De la cabeza le subía una columna visible de la evaporación, en parte por el calor de la cocina y en parte del aguardente. 


La botella vacía y las dos copas encima de la mesa cuando desayunaba hoy, me indicaban que no perdió el tiempo. Pero él no estaba en la habitación y no había dormido en la cama porque apareció intacta, sin deshacer.

Felices sueños.

Preto Confuçao das Mantas.

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