Amanecía. Desperté con las piernas doloridas como si hubiera estado toda la noche en danza. En un primer momento no recordaba nada, pero poco a poco empecé a ligar algunas imagenes sueltas que me ofrecía la adormecida memoria.
Me levanté, me duché y preparé el café mientras iba recuperando el resto de las escenas más significativas del sueño.
En esta ocasión no me fue a buscar a casa. Estábamos otra vez en el puerto de Xufre, en la isla de Arousa. Era de noche y la calle se veía desierta. Íbamos tomados del brazo por el paseo inferior, al borde del muelle, donde habían instalado una serie de mesas y bancos corridos dispuestos para alguna celebración gastronómica veraniega. Sé que era verano porque, aunque de noche, lucía el sol como en Grecia al mediodía.
¡Me duele el pie, va a llover!, clamó de pronto. Estaba sudoroso, yo lo miré pero no contesté.
Llegando ya al final, antes de los pantalanes, en la última mesa había dos servicios preparados, seis platos, dos con quisquillas, dos de mejillones al natural y otros dos con trozos de empanada que después supe que era de berberechos. Y una botella de viño Albariño, de Cambados.
¡Corónate de pámpanos, poeta,
házte el bigote y desarruga el gesto,
si quieres disfrutar dicha completa
a rey muerto rey puesto!
Anteayer enterraron a Tista.
¿Quién, el de la vodka?
El mismo.
¿Qué pasó?
No despertó desde aquela noite. Al parecer lo sacudió la parienta para decirle que íbamos a volver nosotros, pero no respondió. Pasó el día durmiendo y el siguiente y otro mais. Como no depertaba, llamaron al médico.
¿Y?...Levaba dos días morto. Pero no olía, se ve que se bebió toda la vodka que le quedaba y se conservó como un feto en formol. ¡El malandrín no nos dejó ni la prueba, era fooogo diviiíño!.
¡Vaya!. ¿Y quién es el nuevo rey por el que brindamos?
Antes de que hubiera acabado la mitad de mi plato había terminado él con el suyo de quisquillas, y eso que son mucho más engorrosas de comer. Volvió a llenar las copas y bebió pero no brindó en esta ocasión. Sin mirarme apartó su plato de cáscaras a un lado, agarró el mío de camarones y se hundió en él de nuevo.
Cuando terminaba los mejillons le quedaban a él media docena de animalicos, los más ruinos de las 5 ó 6 docenas que llevarían aquellos platos. No había levantado la cabeza de los crustáceos en el cuarto de hora que tardó en ventilar las 120 ó 130 quisquillas que se tripuló.
¡Ah!, ¿pero le gustan?, pensei que prefería los mejilons. Y añadió, Un par no sirve como prueba, hay que comer dos docenas, para empezar. Y en un silbido peló, chupó y comió las cuatro que restaban.
Bebimos el último trago y se levantó como un cohete.
¡Vamos, arreando!, dijo, Coja la empanada que nos hará un buen apaño más adelante.
¿Y los mejillones?
No son de mi agrado.
Le queda mejor el sombrero, aproveché para decirle.
Pero la boina es un regalo de don Pío, e intentó imitar la cara tristona de Baroja, pero con aquella facha, la boina, las lentes, la barba, la capa y las alpargatas parecía más uno de sus propios esperpentos.
¿Porqué siente tanta querencia por este lugar, don Ramón?
Pero antes de llegar al pino ya estaba transpuesto y no me oía.
Guardé prudente silencio mientras él permanecía absorto, sin parpadear, fija su mirada en algún punto de aquel horizonte de luces, en una tensión que yo notaba en la fuerza con que me apretaba el brazo.
¡A mí, hombres duros y de pelo en pecho!
¡A mí los demagogos proletarios!
Uno por uno me los escabecho
y que haga la Prensa comentarios.
Como si me hubiera leído el pensamiento, dijo, Estoy destemplado, y añadió marchoso, ¡Pasemos por el sótano del Bene!, y enfiló precediéndome hacia la vereda de las huertas y el sendero de los repolos.
Yo no sentía muchos deseos de volver por aquel antro lleno de tipos patibularios y pendencieros, con un orangután detrás de la barra, un dueño torvo y repulsivo llamado Benedicto que se parecía al papa, pero aún más siniestro, y un ron de caña que don Ramón decía que era la flor de Cuba, pero que a saber en qué refinería de petróleo lo destilarían.
Ensayé una tímida protesta cuando salíamos de las berzas a la calle, pero el de Vilanova se hizo el sordo.
Esta vez salió el Bene de las sombras a recibirnos, aunque no dijo ni palabra. Hizo un gesto al simio que sacó la frasca del ron y llenó tres vasos. Nos acodamos a la barra con el manco enmedio.
Don Ramón y el Bene se habían bebido el ron y llenaban el segundo vaso.
Acerqué el mío a los labios con cautela y sólo del olor me dió la tos. Pero logré contenerla. Los dos colegas se habían vuelto hacia mí y en silencio, con expresiones burlonas, esperaban otro ataque como el que me dió nada más beber la primera noite, para romper ellos a reír como energúmenos. No les dí ese placer.
Pegué un sorbo que de mano ya me quemó la lengua y me dejó los labios adormecidos. ¡Virhen del Divino Aliento!. Posé el vaso soplando y presté oreja a la conversación de los galegos. Pero no hablaban, el Bene gruñía y Valle bisbiseaba. Sólo fui capaz de pillar palabras sueltas de don Ramón porque el otro no articulaba. Hablaban de un tal Saturno, de Vilanova, de una barca, de Tista y del chibuquí, pero no pude descifrar el contenido de aquel diálogo de zumbaos.
¡Saturnino!, chilló Valle, ¡Ya le metiste mano al Terry!, ¿eh, bribón?!
El otro agachó la cabeza y no respondió. Estaba empapado y el agua le pingaba de los escasos pelos pegados al cráneo.
¿Qué te pasó, caíste al agua? El joraba se hacía el mudo como el manco el sordo.
¡Contesta, pazguato! Llevo una hora esperándote aquí -se volvió y señaló al mono, al Bene y a mí- con estos señores...
Chove, dijo Saturno.
¡Si chove que chova, carallo!, gritó el viejo, Tengo que pasar por Vilanova con este amigo antes de que amanezca y con la tranca de brandy que traes quién rema ahora. Aquí el joven tiene un hombro perjudicado y si remo yo no salimos del círculo.
Saturnino levantó la vista del suelo y me miró brevemente.
Que reme la joroba, dijo entre dientes.
Me acerqué para ayudar al anciano. Había perdido las lentes que recogí de debajo de la mesa. Un cristal estaba hecho añicos pero los trozos se mantenían unidos en la montura. Se las puso y se levantó.
El corcovado, por si acaso, aprovechó para refugiarse en otra mesa más cercana a la puerta.
Nos arrimamos al mostrador y lo primero que hizo fue apurar de un trago mi vaso de ron del que yo apenas había bebido dos sorbos.
¡Quieto ahí, pintarrajo!, y sacudía el bastón. ¿Dónde amarraste la barca, modorro?
En el acantilado del pino, dijo Saturnino, temeroso.
¡Pues arrea y aparéjala que embarcamos, vivo! Y le señalaba la puerta con el bastón extendido. Con la chepa ya arreglaré cuentas otro día, habrá que enderezarla un poco, ¡arranca!, añadió.
Saturno cayó también al subir los escalones acelerado. Lo despidieron las carcajadas de la poco respetable caterva de facinerosos.
Chove miudiño, me dice aparentando optimismo. Pero yo lo veía amostazado. Su ego había sufrido un fuerte castigo en la taberna. El criado se pitorreó de él y los parroquianos se burlaron obscenamente de su pequeño tropiezo.
Don Ramón, chove abondo, dije yo. ¿Porqué no manda aviso a Saturnino y se queda a dormir en mi casa? Con esas alpargatas se le van a calar los pies y cogerá un resfriado. Él callaba.
De los bordes de la boina y de la punta de la nariz le pingaban goterones sobre los hombros y las barbas. Parecía el probe un Bendito Cristo cuando nos metimos por el senderín de las berzas entre los huertos.
Tiré de él y se dejó llevar sin una palabra ni un reproche.
Bajamos a Xufre y busqué el portal en el que pensaba que me hospedaría, porque no recordaba nada antes del banquete de quisquillas, sólo el paseo del muelle.
Cuando entré se había quitado la capa y la boina. Con la lente rota parecía un búho tuerto.
¿No tendrá un poco de ese brandy añejo?, me preguntó de sopetón.
Ya nos lo bebimos, don Ramón, le dije. Si quiere tengo un poco de orujo berciano.
¡Vamos a ello!, animó el manco con visibles muestras de satisfación.
¿Qué fue de la empanada?, inquirió con rintintín. ¿No la perdería?
No, aquí la tengo. Casi la olvido en lo del Bene pero el orangután me avisó cuando nos íbamos.
Yo no tenía ganas de beber más y sólo lo acompañé con la empanada y la primera copa. Me disculpé y me fui a la cama. Él ya sabía cuál era su habitación y me despidió sirviéndose la segunda.
¡Hasta mañana, pollo!, dijo cachondo levantándola, ya totalmente restablecido.
De la cabeza le subía una columna visible de la evaporación, en parte por el calor de la cocina y en parte del aguardente.
La botella vacía y las dos copas encima de la mesa cuando desayunaba hoy, me indicaban que no perdió el tiempo. Pero él no estaba en la habitación y no había dormido en la cama porque apareció intacta, sin deshacer.
Preto Confuçao das Mantas.
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