En el club de alterne. |
Encarnita
Doña Encarnación Morcillo es una mala pécora, lo peor de la escalera. Pero no por su oficio, el más viejo del mundo según dicen, al que tal vez se vio empujada por la necesidad y su poca cabeza. La poca cabeza se demostró al no ser capaz de estudiar ni aprender nada de provecho, la necesidad fue doble, sexual y económica. Era caliente, presumida y amiga del lujo, derrochona.
Cuenta que se metió en harina al quedar huérfana, sin embargo todo el mundo sabe que no es cierto. Sus padres murieron de viejos, solos, pobres y abandonados por ella que era su única hija. Eran buena gente, honestos y trabajadores, trataron de darle una educación e inculcarle los principios cristianos en los que creían, pero Encarnita salió torcida y se echó a la calle muy pronto. En el primer mes de trabajo había superado lo que ganaba su padre en un año. Y es que Encarni, como se hacía llamar entonces, era una hembra de postín.
Resultona de cara, alta, bien proporcionada, con una delantera y una zaga imponentes, de acuerdo al gusto de la época, cuando se vino a vivir al apartamento más alto del bloque en el centro de la ciudad no había quien la tosiera.
Su maldad no venía de la especialidad a la que se dedicaba en el mundo de la carne, el sadomasoquismo, que no pasaba de ser un juego de disfraces con algo de morbo, sino de su carácter y comportamiento para con los vecinos, pequeñoburgueses a los que odiaba pero trataba de imitar.
Orgullosa, intrigante, chismosa, no dejaba títere con cabeza en la escalera. Amiga de la maledicencia y la calumnia, provocadora con los hombres, había ocasionado ya múltiples conflictos.
Envidiosa de las mujeres motejaba a cada una de ellas con un nombre insultante que derivaba de alguna característica personal.
A las obesas las llamaba la Foca, la Cubeta, la Hipopótama, el Trailer...; a las delgadas la Alambre, la 00 (Fideo Fino), la Lhilo, el Silvido...; a las de baja estatura la Chinche, la Pigmea. Altas no había a su lado, ni guapas. A las feas las llamaba la Ogra, la Chihuahua, la Carracuca, a una cargada de hombros la Camella, a otra de trasero plano la Culoréxica, en fin. Sin piedad.
Pero a las que más odió siempre, dependiendo de los dictados de la moda que ella era la primera en intentar seguir, y por pura envidia de aquello que deseaba y no tenía, era tanto a gordas como a flacas. Se burlaba, hacía chanzas y chistes del género delante de ellas, cuando subían al ascensor y no había escapatoria.
Descarada, no se cortaba un pelo cuando reñía con alguna de llamarla por el mote a grito pelao desde el último piso, por la escalera o por la ventana, en el portal, o a la puerta de la vivienda de la víctima. Una víbora de boca infernal. Y su genio y altura imponían
En los últimos años se había agenciado un amante fijo que la venía a visitar algunos fines de semana y fiestas de guardar. Era un diputado regional felizmente casado y con hijos mayores. Pero entre semana, a sus espaldas, recibía a otros tarambanas, compañeros de escaño de su Romeo y algún industrial putero. No obstante cada día menos, porque doña Encarnación empezaba a sufrir algunos desarreglos de salud que la tenían muy preocupada, incluso alterada y los clientes, que ya huían de sus propios problemas, no querían complicaciones en la jodienda, ella lo sabía.
Su obsesión con gorditas y flacuchas terminó por pasarle factura y por otra parte los años no perdonan. Ya no era Encarnita, ni siquiera Encarna, estaba perdiendo la línea y la señora Morcillo, como la nombraban los vecinos menos complacientes, ya no era aquella sílfide de 18 años que se echó alegremente en brazos de los hombres.
Los problemas de peso la llevaron a seguir todo tipo de regímenes, pero ella se reconoce glotona y dice que son "nervios". Nervios o no, se atiborra y a continuación se purga. La severidad de algunas dietas y la incontinencia alimentaria han terminado por estropear también su intestino. Estreñida o diarréica pero sin intermedios. En la primera fase cuando al fin consigue deponer atasca el retrete y, en todos los casos, el que mucho come mucho caga y ella traga como una burra.
El problema con el peso no mengua, al contrario, crece y la báscula lo señala bien a las claras. Que no necesita que se lo diga la báscula que ya se ve ella en el espejo, aunque quizá pronto deje de verse.
Y es que su apetito no tiene medida, por mucho que doña Encarnación Morcillo mida un metro noventa y ocho de estatura. A este paso pronto se convertirá en un fenómeno. ¡Pues aún se atreve a seguir insultando a las vecinas!
La cosa, como digo, va en aumento. Con ese hambre atroz que la domina y comiendo como come y midiendo uno noventa y ocho y pesando treinta kilos, ya parece una espiga. ¡Estoy juncal!, chilla. Y sigue perdiendo peso. Ella dice que el apetito no lo pierde pero cagando como caga se va a quedar en nada...
Vecina. N. Miga.
Sid Vicious - My Way
Felices sueños.
Recordarás a Bea de la serie fotográfica de retratos que subí no hace mucho. Médico, trabaja en urgencias, aquí en Ciudad Real. Nos cuenta las anécdotas que se suceden en las maratonianas jornadas de trabajo y no hace mucho, a un compañero, atendiendo a una anciana y a la pregunta de ¿Esputa" le contestón... ¡Ay hijo, en la guerra hubo que hacer de todo!.
ResponderEliminarNada, que me lo ha recordado tu entrada.
Sí la recuerdo y su anécdota me recordó otro chiste muy viejo, que seguro conoces. Llegan unos milicianos a un convento de monjas y quieren violarlas. Ellas consentirán pero piden que no violen a una vieja hermana desdentada que está ya en silla de ruedas y la rodean para impedirlo. Pero la vieja monja echa palante con la silla deshaciendo el corro y diciendo "¡Hijasch míasch la guerra es la guerra!
ResponderEliminarSalud!