El Aramo desde Oviedo. Asturias, primavera 2013. |
Marcha atrás -3
Camino de Asturias
Reflexionaba en el silencio de la Catedral de León, aterido, sobre el final de un cuento de Valle-Inclán intitulado A media noche, a propósito de esa costumbre que tenía el viejo zorro de rematar sus historias sin resolverlas, o dejando en el aire la acción. Un maestro del suspense el manco de Vilanova.
No sé si en ese cuento pasa lo mismo, pero trataba de recordar sobre todo la frase final, sin resultado, así que le pregunté a don Ramón, que resoplaba adormilado a mi vera.
Pero de las viejas historias, de los viejos caminos, nunca se sabe el fin, me dijo apenas en un susurro tardando en contestar, como si acabara de emerger de un panteón.
Antes de asentarnos en el coro tuvimos que completar tres vueltas a la girola en sentido contrario a las agujas del reloj. El santurrón paraba en cada capilla, se apeaba la boina de Baroja y agachaba la cabeza en respetuoso gesto de humillación, vigilando que yo repitiera sus esparavanes.
Al pasar junto al sepulcro en piedra del infante don Alfonso, asesinado por su hermano y enterrado sin cabeza para curarse en brujerías, le malmetí, ¿Qué hay del fantasma de la Catedral, don Ramón?
Se paró, se acercó a la tumba y apoyando la mano en la lápida dijo, ¡Pamplinas!, y con burla escatológica me dedicó una pedorreta, que sonó en el silencio de la nave como si se hubiera cagado en su lecho de piedra el mismo don Alfonso. Un escalofrío me recorrió el espinazo.
El coro es uno de los puntos del máximo interés para Valle. Como ocurriera en Astorga, estuvo largo rato en contemplación extasiada frente algunos tronos, maravillado como un niño ante las extrañas figuras que adornaban los doseles y los brazos de la sillería, acariciando las tallas más demoníacas, pulidas ya por los siglos y las pálidas manos monjiles de los miles de canónigos que en ellas asentaron sus posaderas. Los adornos de las misericordias nos lanzaban sospechosos guiños negros desde la oscuridad casi absoluta del interior del templo.
Y allí nos quedamos a pasar la noche, arrumbados en el coro de mala manera, sobre dos sillones fríos y duros. Sin embargo don Ramón no tardó en adormecerse. Yo tenía tanto frío y estaba tan incómodo que no pude pegar ojo.
Recordaba las historias que se contaban cuando estudiaba en la ciudad, sobre gente que se había quedado en interior de la Catedral a pasar la noche con la idea de experimentar no sé qué clase de vibraciones místicas de aquel mágico lugar. Las únicas vibraciones que sentí fueron los temblores del frío que hacía allí dentro, mientras Valle roncaba a mi lado con la boca abierta en todo semejante a un monstruo peludo con quevedos, pero real.
No quería despertarlo bruscamente otra vez con el truco de Tejerina, porque lo intenté varias veces durante un rato susurrando casi en su oreja, ¡Don Ramón, don Ramón!...
Pero el santo sólo respondía con un ronquido más potente, así que al fin le agarré la manga y tiré suavemente de ella.
¡Quién anda ahí!, chilló dando un salto.
Está amaneciendo, don Ramón.
¡Ya amaneció, capullo, no lo ve!
Llevo un rato intentando despertarlo...
Por toda respuesta me soltó un boinazo que no esperaba, pero me dio la risa y me aparté por si lo intentaba de nuevo.
¡Vamos, no hay nada que hacer, los rayos del sol no inciden ya en las claves ocultas de la vidriera, pasó de largo!
Don Ramón hizo una reverencia al altar mayor y salimos de nuevo en silencio por la Puerta de la Muerte. Hacia el este se alzaba ya el sol por encima de los tejados del caserío.
Llegamos al apartamento junto al dúplex, casi un piso, sin cruzar una sola palabra, evitaba mirarme. Teníamos una habitación con dos camas y nos echamos. No llevábamos ni una hora dormidos cuando vino a despertarnos la portuguesa espantada: ¡una chica del dúplex llegó chillando que Eusebio no respondía!...
Don Ramón saltó del lecho como si hubiera fuego y sin vestirse, con sus calzoncillos marianos, corrió detrás de la portuguesa como un padre a la llamada de un hijo en peligro.
Eusebio, espatarrado boca arriba, desnudo sobre la cama de la chica con la que pasaba la noche, tenía un pedo que no se meneaba, apestaba a alcohol.
¡Usebio, Usebio, le decía cariñoso el manco dándole palmadinas en el rostro rubicundo. Pero Sebito parecía, en efecto, haber perdido el conocimiento.
Don Ramón quería llamar a una ambulancia, menos mal que apareció Porfirio, cargamos con el gigante entre todos y lo llevamos en el Mercedes a un ambulatorio, donde tenía consulta un amigo del Legía, ¡Un amigo, manque sea Satanás!, decía Valle con cara de real preocupación.
Un lavado de estómago, unas vitaminas, un suero y dos horas de reposo tumbado en una camilla, y nos lo devolvieron otra vez, tambaleante, pero cuan grande era. Don Ramón no dejó de velar a su criado en ningún momento y tampoco permitió que yo fuera a visitar a mis amigos y que me apartara de su lado, ¡Puedo necesitar que me eche una mano, carallo!, y no hubo réplica.
¡Vamos, Cristobalón!, animaba con ternura Valle al gigante empujándolo suavemente por los pasillos del ambulatorio, camino de la salida.
Era ya mediodía cuando vinieron Porfirio y el Narizotas a buscarnos y salimos en dirección a la antigua carretera de Asturias, por el Puerto de Pajares. Valle se subió detrás para cuidar al rapazón, que nada más sentarse en el asiento central, el suyo habitual, apoyó la cabeza en la bandeja posterior y se quedó dormido. El manco lo miraba con pena y esa solicitud suya tan niñona y tierna que parece imposible en un carácter impulsivo, y a veces agrio, como el del genial zombi.
Estaba lánguido lánguido el viejín. Y cansado sin duda, yo mismo me sentía arrasado y eso que no habíamos hecho más exceso que el poco dormir.
Rutilio Godello da Chispa, surfista de secano, afilador.
(continuará...)
Kiko Veneno. En un Mercedes blanco.
¡Salud!
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