Oviedo. Asturias 2013. |
Marcha atrás -4
Tengo de subir al puertu
Paramos en un local camino de Asturias, cerca de la raya, que había sido hostal en tiempos mejores. Desde la apertura de la autopista esta vía perdió el 80% del tráfico, seguían utilizándola los escasos habitantes de los pueblos altos, y algunos viajantes y transportistas por los elevados precios del peaje, o por trabajo. Las minas o habían cerrado o estaban a punto de hacerlo.
El localón, en una llanada antes de la zona más abrupta del recorrido, en un punto alejado de cualquier núcleo habitado, había servido también de hospedaje a muchos aficionados a la nieve, pero la decadencia de la estación de esquí era también manifiesta y acabaron cerrando el hostal. El traspaso lo cogió un dúo ya habitual, él minero retirado de la cuenca de Santa Lucía y ella portuguesa miñota. Controlaban a media docena de prostitutas y el Legía tenía una cita con la pareja.
Sólo entraron Porfirio y el Narizotas porque don Ramón se negó a abandonar a su criado y dejarlo a mi exclusivo cuidado, mientras Sebito seguía roncando como un hipopótamo ajeno al mundo.
Tardaron una hora en volver al Mercedes y a mi me daba un sueño terrible, pero Valle no me dejaba dormir, ¡Al loro, camarón!, decía cuando se me cerraban los ojos o se me caía la cabeza sobre el pecho.
En lo alto de Pajares Porfirio, que era quien conducía desde la salida de León, le hizo un guiño a su jefe, cruzó la carretera hacia el aparcamiento del antiguo Parador Nacional, derrapando y frenando casi al borde del murete que da vista al valle del Huerna. Sebio, que hasta ahí seguía roncando, se fue con todo el peso muerto de su corpachón sobre el pobre manco, que cayó al suelo aplastado, con su criado encima.
Las risotadas de los dos malevos no encontraron eco esta vez en don Ramón, que se sacudía a Eusebio del lomo y se colocaba de nuevo las lentes.
¡¿Donde está mi bastón?!, gritó Valle con los pómulos encendidos y chispas en los ojos. Sebito, que no acababa de despertar del todo, nos miraba con cara de pánfilo.
Está en el maletero, don Ramón, cálmese; dijo ya más serio el legionario.
¡Ni calmas ni fandangos, me habéis pillado a traición sin el garrote, que si no como me llamo Ramón José Simón María Bermúdez de la Peña y Montenegro del Valle-Inclán, que esta afrenta no pasaba sin su justa dosis de jarabe de palo, malandrines!
Volvieron las carcajadas hasta que el de Vilanova enarboló la gorra y nos echó del Mercedes a boinazos, incluído a Sebito, que también reía, más despejado.
Porfirio sacó del coche una bolsa que traían cuando salieron del puticlub, con embutidos de la zona, queso y un par de botellas de vino casero. Por orden más que indicación del manco, bajamos hasta un prado desde el que se dominaba todo el paisaje. El día era soleado y muy guapo, primaveral, todavía se veían brillar los neveros de Peña Ubiña, en el horizonte más al norte las sierras de Quirós y Pola Lena y en primer termino las humbrías del valle del Pajares.
Comimos como gochinos, sobre todo Sebito que iba recuperando la color a medida que embutía chorizo, en cambio Valle parecia desganado y se retiró unos metros del lugar donde comíamos para sentarse mirando al fondo del valle con las piernas cruzadas y el torso erguido, en la posición del loto. Pero antes reconvino severamente al atolondrado mocetón, ¡Usebio, ni huelas el morapio mientras yo medito!¡Te voy a husmear el aliento y como te halle en pecado mortal te mando con la tu Jaki en el primer correo que salga de Avilés!
Sebio lo miraba con las orejas gachas, pero nosotros tres reíamos otra vez a carcajadas. El manco se volvió hacia mí y apuntándome con el muñón me dice, ¡Y usted, cataplasma, vigíleme a este zampabollos o le voy a enseñar la disciplina inglesa en griego moderno!
Después de comer y beber, a mí me entró un sopor que me dominaba, algo parecido debía pasarle a los demás porque Sebito se tumbó hacia atrás y se quedó dormido inmediatamente. Los malevos sacaron sus polvos para estimularse y al cabo de un rato, inquietos y excitados, decidieron volver al puticlub, que no distaba más de cinco kilómetros de la raya. Don Ramón continuaba sumido en su viaje astral.
Resistí cuanto pude, pero al calor de la digestión, del cansancio y del solín que nos templaba el cuerpo, acabé por caer rendido y me dormí también.
Regresaron al cabo de unas dos horas, el sol declinaba cercano ya al horizonte, desperté cuando se acercaron. Sebito roncaba a mi lado.
El gallego no se había movido del sitio pero, en la misma posición en la que lo dejamos, se había caído hacia atrás y apoyaba ahora la espalda contra la hierba con las piernas en el aire, mirando al cielo, rígido. Nos acercamos. En realidad no miraba al cielo porque tenía los ojos cerrados, estaba tieso, como muerto.
¡Don Ramón!, lo llamé un poco asustado. Nada, el viejo no respondía. ¡Don Ramón!, repetí la llamada con más fuerza. Pero Valle parecía definitivamente momificado, como si no respirara ya. En ese momento despertó Eusebio y se unió a nosotros. Al ver a su amo en ese estado se asustó y, nervioso, no se le ocurrió otra cosa que agarrarle las barbas de chivo y pegarle un tirón como para arrancárselas.
El manco abrió los ojos de golpe y nos miró con un odio concentrado buscando al culpable del tirón, sin cambiar de postura, todos nos habíamos apartado ya por precaución. Volvió a cerrar los ojos y entró de nuevo en catalepsia, rígido como un tablón.
Estuvimos unos minutos contemplándolo divertidos, hasta que el Narizotas nos hizo un gesto con las napias y lo agarramos cada uno por un lado. Pero fue echarle mano y despertar, y dice el viejo rabioso, remarcando bien cada sílaba:
¡Al que me apalpe lo escrismo!
Arcadio Turronero Caleya, pisapapeles, rapador de pación.
Lorena Corripio. Al pasar por el puertu.
¡Salud!
No hay comentarios:
Publicar un comentario