Huevón. |
¡¡ Huev Ó n !!
De aquella no teníamos ni casete en el coche, la Cirila, una furgoneta citroën dos caballos, de segunda mano, de aquellas grises cuadradas, que abrían la puerta al revés. Pero cantábamos nosotros, ¡y cómo!. Yo ya no le cogía el coche a mi padre porque había sacado el carnet hacía poco. Ahora que lo escribo me parece que mezclo los recuerdos y pudo ser todavía con su citroën, pero no importa. El grupo de amigos empezaba a deshacerse, algunos ya se habían ido fuera a estudiar o trabajar, pero todavía nos juntábamos seis o siete los fines de semana.
Esta vez no fue información privilegiada del Angelikalis, de sus colegas camareros de León, sino de alguno de nosotros, porque el lugar elegido no estaba muy lejos de Astorga, aunque la Kurruca prieta también estuvo presente aquella noche y acabó tomando las riendas del asunto como el más experimentado que era de los siete que fuimos.
El prostíbulo era un antiguo hostal en la vieja carretera Madrid-La Coruña, que había quedado apartado de la ruta con el nuevo trazado. El dueño lo traspasó y seguían yendo camioneros, gente de paso y de los alrededores, pero no a comer el plato del día. ¡O sí!, según se mire. Estuvo abierto poco tiempo porque enchironaron al nuevo dueño, el macarra, y las chicas desaparecieron.
Nos dijeron que había un ganao de primera. Perdonad, pero así de crudo y bestia era el lenguaje.
En la puerta apostaron un portero que nos torció la cara y preguntó si teníamos permiso paterno, que si no que nones. ¡Tenemos carnet!, contestamos los pocos que ya lo teníamos. ¡Nones!. Ahí salió la experiencia de la curruca Prieta, que le pasó veinte duros y el cancerbero se puso de perfil.
No sé si el ganado era de primera, dejémoslo en segunda o tercera. Ya no eran nuestras abuelas, es cierto, pero se parecían más a nuestras madres que a nuestras primeras novias. Eran unas siete u ocho mujeres que para nosotros hubiera sido la cuenta justa. La mayoría charlaba y bebía con algún cliente. Habían transformado el bar del hostal en una especie de barra americana. En lo que fue comedor pintaron una pista de baile redonda y colocaron un círculo de luces estroboscópicas en el techo. Unas cuantas mesitas rodeadas de butacones proporcionaban un poco de intimidad a algunas parejas sentadas allí. La iluminación era la de una discoteca, pero cutre y desangelada, como la música ratonera que se escuchaba. No soy capaz de encontrar comparación con nada porque es la primera y última vez que vi algo tan horrendo.
La única luz real de aquel localón era la de una chica, como de veintipocos años, que charlaba en la barra con un cliente. Por ella íbamos y no por el resto. Nos habían dicho que había tres o cuatro más jóvenes, pero nosotros no las vimos por ninguna parte.
Allí se iba a beber o a follar, y las copas costaban una pasta. Como de costumbre llevábamos poco dinero, pero había que seguir intentándolo, ¡teníamos 18 años y todavía no habíamos conocido hembra! Lo bueno, y lo digo por el coche, es que bebíamos muy poco alcohol en aquella época. Aún así lo más barato, que debieron ser cocacolas, ya nos dejó el presupuesto temblando.
El Angelikalis, que fue el único en pedir un whisky, estaba nervioso y lideró la negociación. Inocentemente creíamos que tal vez pudiéramos echar un polvo con alguna tierna pupila, por cien duros. Llevábamos 500 pesetas cada uno, y unas mil la Prieta. Las 4000 quedaron reducidas con las consumiciones a 2500.
El camarero dijo que teníamos que esperar porque ahora estaba con un cliente, pero le hizo un guiño a la belleza. A los pocos minutos se acercó con una sonrisa encantadora, el cliente no parecía dispuesto a subir con ella, sólo a invitarla a una copa. La mirábamos, embobados y cobardes.
El bajón fue monumental, ¡la chica cobraba 2000 pesetas por polvo!, media hora. Todos nos miramos pensando lo mismo.
Juntamos la pasta para que entrara uno y lo echamos a suertes. Con las 500 restantes, puesto que nadie quería subir con una de aquellas señoras mayores, nos repartimos entre los seis dos cocacolas más, mientras esperábamos al colega. Le tocó al más salido después del Angelikalis. ¡Menuda suerte, el cabrón! Claro que también su necesidad era grande.
¡Tengo un empalme como el de la estación de Santas Martas!, decía tocándose sus partes.
La verdad es que la chavala estaba que rompía pantalones, en plural, porque a todos nos faltaba bragueta, más o menos como al sátiro que le tocó el cuponazo de la mocina.
Éste peine venía arrastrando, ya desde tiempo atrás, un problema agudo de satiriasis, que apenas se aliviaba con el recurso del manubrio y lo estaba volviendo majareta.
Incluso había pensado, y nos había propuesto, meterle caña a una de las ovejas de Ventura, el viejo pastor, paisano niñón y tolerante, que nos hubiera dejado. La cosa empezaba a entrar en terrenos encharcados. Así estaba la situación y el caldo.
Entraron por una puerta lateral que subía a las habitaciones del hostal. La chica, que iba delante, la abrió y vimos cómo cogía insinuante la mano de nuestro amigo invitándole a pasar. La puerta se cerró y quedamos los seis con la boca abierta.
No llevaríamos ni diez minutos, teníamos las cocacolas mediadas, cuando se abrió la puerta de nuevo y apareció el pelanas, con cara de perro apaleado, seguido de la chica. La chavala no llegó a la barra, le hizo un gesto al cliente con el que antes se tomaba la copa y desaparecieron por la puerta.
¡Venga, vamos!, dice el tronco al llegar a nuestra altura con cara de mosqueo, apremiando.
¡Qué pasó!, le preguntamos casi a coro.
Ya os lo contaré fuera...
No hubo manera de sacarle prenda.
Hasta que no estuvimos todos dentro de la Cirila camino de Astorga no abrió la boca. ¡El mamón se había corrido en la mano de la chica nada más entrar en la habitación! Ella le echó mano al paquete, le abrió la bragueta, le cogió con mimo la chorra, y ¡el huevón se corrió! ¡País de salidos y eyaculadores precoces!
Le llamamos de todo, el Angelikalis se aplicó especialmente. ¡Gilipollas!, chillaba, ¡Somos unos gilipollas, le pagamos el polvo al menda que subió detrás!
Κorvus Κorax Ο Μαύρος, El Negro.
EPZ El Pulgarcito. Caldo.
¡Salud!
La historia es genial, pero entiendo el gatillazo (si se le puede llamar así), el pobrecillo había puesto su listón en una oveja. ¿Que esperabais?
ResponderEliminarUn besito
Viriato
¡Probe, probes todos!, vaya escuela...
EliminarSí, pero la oveya era otra belleza, miss rebaño, a saber si no se la trincó finalmente, aunque hoy es un feliz padre de familia. Recordándoselo, miraba hacia los lados como si alguien más pudiera oírme: ¡Calla, joder, eso no se cuenta!...
Bicos.
ramiro