domingo, 4 de diciembre de 2011

Eustaquio castañero


Las castañas de don Ramón

Desperté porque oí ruido en casa. Me levanté sin vestirme y fui hasta la cocina. Al encender la luz chisporroteó y se apagó. Me dió un escalofrío pese a que después de tantas batallas con muertos ya estoy un poco curado de espantos.
En la cocina no había nadie, pero enseguida ví la cesta con las castañas encima de la mesa. Una noche le había comentado a don Ramón que las de este año no eran buenas y él me había respondido, casi ofendido, que las suyas eran manteca neta, tal cual.

Pero, antes que una invitación a comer castañas, yo sabía que aquella cesta era el recordatorio de nuestra cita de esa noche, la de san Eustaquio. Era justamentela media noite. Saturnino ya me estaría esperando en Xufre.
Cuando entré en la habitación para vestirme no la reconocí y me puse a oscuras la ropa que topé a mano. Cogí un chaquetón para protegerme del frío y la humedad de la ría.

La calle estaba a oscuras, como si se hubiera ido la luz en todo el pueblo cuando se fundió la bombilla. Me quedé parado en la acera sin saber dónde estaba ni hacia dónde tirar. No me sonaba nada de lo poco que podía ver y tampoco oía las olas ni olía el mar. En ese momento de indecisión alguien me cogió del brazo. Pegué un bote de dos metros.

¡Son eu, carallo!, oí que bramaba don Ramón. ¿A quién teme, o es que está sensible?, dijo con recochineo.
¡Joder, don Ramón, usted me quiere matar!, le iba diciendo mientras me acercaba.
A eso vamos, contestó con cierto misterio, ¡Y module su verecundia, pollo!.
Es que la noche pasada Saturno, hoy el amo, parecen confabulados, ¿no pueden presentarse de manera más?..., no me salía la palabra...
¿Educada le parece correcto?
Menos brusca.
Lo siento, joven, pero nosotros no nos regimos por esas convenciones del burgués. Actuamos con entera libertad, ya alcanzamos la gloria y la edad de jubilación, estamos amparados por santa Brígida  de Suecia, patrona de Europa, mística y visionaria que, a pesar de su nombre, era muy liberal, y estuvo en Compostela antes que en Roma. Y ahora ¡en marcha!, que nos espera en Xufre Saturnino y en Vilanova un pulpo a feira que estará de muerte. Y salió como un Sputnik tirando de mín.

Enseguida chegamos a Xufre y al entorno del pino que mira a Pobra. Había una luna menguante fría entre los girones de nubes sucias que pasaban rápidas y la ocultaban a ratos. Los cuernos apuntaban a las bateas de mejillones y a las luces de Castro hacia donde enfilaríamos en breve.

Satur nos había visto y estaba aflojando los amarres del bote. Sujetaba un cabo. Supuse que esperando ya a que embarcáramos.
Valle se paró debajo del pino mirando hacia a Pobra do Caramiñal. El criado lo obsevaba sin decir palabra. Yo intenté soltarme del brazo del anciano con discreción, sin brusquedades. Pero no hubo manera, tenía el mío bien amarrado.
Estuvimos unos minutos inmóviles y en silencio hasta que vi al de la barca hacer un gesto de impaciencia.
Con suavidad lo llamé, ¡Don Ramón!, pero el de Vilanova estaba ido. Había echado hacia atrás el sombrero de copa de esa noche que doblaba en altura el tamaño de su cabeza y parecía, con la barba prolongándose hasta la bragueta, un derviche giróvago con lentes.

¡Tejerina!, gritó con voz tonante Saturno.

Don Ramón se estremeció y contestó con el mismo vozarrón, ¡¿Quién vive?!.
Al despertar tan abruptamente del trance se le calló el sombrero y me agaché a recogérselo. Me tenía intrigado el truco del actor para hacer salir del pasmo a su amigo.
¿Quién es ése Tejerina?, le pregunté al esperpento aparentando inocencia. Pero me dió la callada por respuesta. No me permite ni la más pequeña indiscreción el viejo zorro.

Subimos al bote.

La caldera del pulpo

¡Avante raudo, Saturnino, que el pulpo tiene 8 patas y no espera por nadie!, gritó Valle, de pie en la proa del bote, señalando las luces de a Pobra con el brazo y el índice extendido como Colón en Barcelona.

Sin embargo el criado no parecía tener mucha prisa en realidad y por su actitud temí otra navegación accidentada sin destino final, como la del primer intento de chegar a Vilanova que no cuajó y terminó a una milla escasa del pueblo, yo febril y tosiendo.
Pero me equivocaba, nada más salir del entorno de las bateas viró dirigiéndose al este sin llegar al centro de la ría, remando más cerca de la costa con la misma energía que la otra vez.

Don Ramón lo alentaba desde la proa con voces del tipo, ¡Rema diablo, que la Estigia es angosta!, o ¡Ábrete infierno que chega el señor de Valle! o, ¡Raja la ola, maldito, que nos alcanza la turquesa!.
Estábamos ya a tiro de piedra de Vilonova, aunque sólo adivinábamos las casas, porque no había luz, como en la Illa. Se veían luces a babor por la banda de a Pobra y a estribor un pequeño resplandor hacia Cambados.

El manco parecía más excitado a cada momento. Braceaba con el muñón y con el bastón en la mano buena, en plan Tizona, lanzaba mandobles a las olas que nos entraban un poco de través y le salpicaban la capa.
Chillaba como un condenado, ¡Perras, qué numen pérfido dirige vuestra saña!, ¡Traidoras atacad de frente!, e intentó hendir una ola. Estuvo a punto de caer y el sombrero bailó en su cabeza un momento.
El pequeño bote cabeceó y yo me vi en el agua.
¡Don Ramón!, lo llamé intentando aplacarlo. Pero estaba fuera de sí y ya no recibía.
Le pregunté a Satur quién era ese Tejerina que tanto impresionaba al gallego.
Su mujer.
¿Qué pasa, manda mucho?
Manda, contestó el barquero escuetamente.

Valle seguía con su esgrima sin que el criado interviniera y entrando ya en aguas de Vilanova se quitó el sombrero y empezó a recitar con voz grave y resonante,

El mundo atravesé como un Atlante,
cargado con los odres del pecado,
y con la vida puesta en cada instante,
hice rodar la vida como un dado. 

Y quise despertar las negras aves
que duermen en el fondo del abismo,
y sobre el mar, en zozobrantes naves,
ser bello como un rojo cataclismo.

Saturno arrimó la barca a un neumático que colgaba del muro de un muelle de juguete con una escalera que subía desde las rocas. Don Ramón saltó ligero a tierra con un cabo y lo aseguró a una argolla, Satur hizo lo propio y dejaron el bote amarrado. Al bajar yo el actor me hizo un guiño cómplice.
Salimos a Vilanova y me dejé guiar por los dos hombres.

Chegamos rápidamente a casa de Valle Inclán que yo ya conocía... ¿en vida, despierto?. Dejémoslo así.
Tenía interés en saber si el pulpo había sido cocido por Tejerina y no me despegué de don Ramón. Saturno se dirigió a una dependencia de la casa que más tarde supe que era la bodega. Dejamos los abrigos en un pequeño vestidor y nos sentamos en dos sillones orejeros frente a una chimenea encendida. La casa estaba templada y olía agradablemente a leña de carballo. Valle había encendido una lamparilla y reinaba en la habitación una penumbra propicia para las confidencias.

¿Quién cocina el pulpo?, pregunté rompiendo el silencio que habíamos mantenido desde que entramos en la casa.
El pulpo ya se coció, dijo mientras se acercaba al hogar para echar un madero. Así que suba Saturnino  despachamos el condumio. ¡La brisa de la mar y el olor a salitre despiertan mi apetito!, añadió muy animado mirándome por encima de los quevedos con ojos pícaros.

Como tenía por costumbre no contestó a la pregunta, hizo un quiebro y me toreó. Se las sabe todas el amigo. Por discreción no insistí, sabía además que la segunda respuesta podía ser muy bien una bufonada o, peor aún, un rapapolvo.
Al poco entró Saturno con unas botellas de vino y pasó de largo a un comedor que se abría al fondo del salón.
Valle se levantó de golpe diciendo, ¡Al negocio, pollo!
Entramos en el comedor, provisto también de su crepitante chimenea. El criado había encendido un quinqué y recordé el de la luz bisunta del cuchitril de Benedicto en la isla. Pero éste se veía impoluto con su cortina blanca, puntilla con delicada filigrana de hilo.

La mesa estaba servida. Habían puesto tres platos de pulpo a feira y en el centro dos fuentes de barro, una con pulpo y otra con cachelos, por si repetíamos, que lo hicimos. Y una cestilla con pan de hogaza.
En el hogar de la chimenea sobre unas trevedes, a un lado, estaba la caldera de cobre en la que se había cocido el pulpo.

No sé cuánto comimos y más bebimos. Satur estuvo solícito haciendo de mayordomo e incluso escanciando el vino como un señor. Debió abrir cinco o seis botellas de Albariño que, en aquella atmósfera caldeada, se mantuvo fresco toda la noche metido en una cubitera que era el tronco de cono de una pequeña cubeta de roble cortada por la mitad.
A los postres, que también los hubo, Saturno sacó una tarta de Santiago de la que casi dimos cuenta por completo y sobre todo Valle que comía como un rapaz.

¿Non teñes outra cousa?, preguntó el manco.
Teño zuequiños de san Benitiño de Leire.
¡Eso son confituras monjiles, Saturnino! ¡Te tengo dicho que no des más beneficio a la corte celestial ni a la clerecía, que sólo aprovecha a los carcundas de la Gran Ecúmene Vaticana, carcamales de la más docta veteranía en conjuras, trapisondas y cabildeos! Y añadió con solemnidad, Ya vislumbro la curva mole de la cúpula romana, negra, apologética y dogmática, sobre el ocaso de sangre. ¡La curia es la peor ralea! ¡Quita eso de mi vista!, ordenó con energía.

Satur cogió un zuequiño y retiró la bandeja.

En su lugar puso sobre la mesa una fuente honda de barro, que estuvo al amor del fuego, donde humeaba el orujo de una queimada con las frutas doradas nadando en el aguardente.

San Eustaquio Castañeiro

Entre las brasas de la chimenea don Ramón había echado unas castañas que rajó previamente con una navaja de a tercia que no sé de dónde sacó y a la que llamaba su escarbadientes. Medía por lo menos 25 centímetros.
Castaña a castaña el orujo fue menguando y a mí me entró un soporín que de buena gana me hubiera ido a la piltra.

¡No se me duerma, carallo!, rugió Valle casi en mi oído, porque veía como se me cerraban los ojos.
¡Todavía le reservo alguna sorpresa, aguarde!. Se levantó como una liebre y salió.
Saturno, que había dejado ya las labores de camarero y se había sentado, se levantó también y arreó detrás del manco, pero en la puerta se volvió y me dijo tocándose la chepa, Recuerde lo que le comenté, y sobre todo que no salga de casa esta noche, mañana ya veremos. Y desapareció.

Debí de dormirme sobre la mesa.

Zelifes fueños.

A. Tufao.
       

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