miércoles, 9 de enero de 2013

La matanza en Morales


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Matanza en  Morales del Arcediano.  León.

LA MATANZA”   EN MI PUEBLO

Al decir “la matanza”, todos entendemos que es el sacrificio del cerdo o los gochos, y que colmaba la despensa y nos abastecía durante el año. Era la “fiesta” del invierno; por eso mis recuerdos del evento permanecen nítidos. Y las pocas dudas que me asaltaban, me las disipó Oliva, mi madre, en tres tardes de camilla y brasero.

Las matanzas, en Morales del Arcediano, se hacían, por lo general, la segunda quincena de Diciembre. Pero, para esas fechas ya habíamos comprado los gochines, así que todos los vecinos disponían de dos corteas. En casa de mis padres la pequeña estaba al embriego y orientada al sur, para que el escaso calor invernal estuviese asegurado.

Allí estaban hasta últimos de febrero. Con 25 kg. ya abultaban y debían ir a la grande. Unas fechas antes, se capaban para que toda su energía se canalizara a engordar. Esa sencilla cirugía la realizaban los hermanos Cesáreo y Agustín “Los marraneros”, de Astorga, que se dedicaban a la cría y venta de cerdos.

Pasada la Purísima, se fijaba con la familia y vecinos, el día de la matanza, que suponía tres días de ajetreo para los padres y de regocijo para los pequeños.
El día antes mi padre dejaba todo preparado: el banco de matar, los cuchillos afilados, el cuelmo, los grillos, unos cascotes de teja para rallar, el chamberil, una ceranda y la cuerda. Mi madre también debía dejar dispuesto el cocido para la comida de los ayudantes e invitados, al día siguiente.

Por fin…llega la hora. En casa hay más bullicio que de costumbre. Una copina de orujo y una galleta para entrar en calor y a por el primero. Mi padre entraba a la cortea con los grillos. Unas caricias en la barriga y un extremo de la cuerda en una pata delantera. ¡Vamos!. Dos a las orejas, otro tira del rabo y otro le mete una cesta en la cabeza. Así, culo atrás, hasta el banco. Ahooooraaa! El cerdo al banco, de costado y el matarife hace su trabajo con maestría y rapidez, para que el animal sufra lo menos posible.

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Mi primo Matías, “Patica el del Val, pinchando el cerdo, yo y mi tío Ramón

Atención al caldero para recoger la sangre que fluye como un surtidor. Se deja enfriar y le dan unos cortes para cocerla a continuación. Una vez hervida se tiende sobre unos cuelmos a enfriar, para consumir en los días cercanos o se mezclaba con una hogaza de pan migada para hacer el mondongo que, embutido, conformaba la morcilla.

Sacrificados los animales… a chamuscarlos, para quemarles las serdas del pellejo. Se cubrían de cuelmo, manojos de centeno que se habían majado (quitado el grano de la espiga, en la era).

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Carmen y Oliva,  atizan el cuelmo para chamuscar

El calor de la fogata se agradecía y…. “ojo chaval a esas patas, que no queden restos, que después molesta en el cocido; y tú, calienta bien las pezuñas para sacarlas”. Venga… a limpiarlos. Un niño se encargaba de echar agua caliente a los que restregaban el pellejo, armados con unos cascotes de teja…y un cepillo. Último repaso con el cuchillo……y al banco.

Patas arriba; el primer corte iba de la cabeza al rabo. El chamberil, una especie de percha de hierro o madera, en los tendones de las patas traseras, una cuerda que se pasaba por una viga y primeros tirones para levantarlo un poco; un palo romo en las puntas, servía para mantener abierto el animal y así el “matachín”, podía extraer mejor las entrañas, celosamente protegidas por los mantos, que se despegaban del interior y quedaban tendidos sobre la panza, una vez colgado el animal. Antes de que se enfriasen mi padre cortaba un trozo para elaborar las untazas. Amasaba el sebo con un poco de sal y unos ajos, y en una fuente cilíndrica lo iba enrrollando . Al enfriar se colgaba y de ahí pellizcaba un poco de unto cada día, para hacer unas sopas de ajo, como Dios manda.

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Mi tío Ramón, de Piedralba, limpia el primero.

La faena comenzaba ahora para las mujeres. Alrededor de las entrañas, depositadas en una ceranda, separaban el hígado, el corazón, los pulmones, la pajarina (el páncreas) y el botillo (estómago). Todo se lavaba a conciencia y a escurrir. Alrededor ya zascandilean los rapaces esperando la vejiga, para, una vez rebozaba en sal, hincharla y ya era un balón que pateaban toda la mañana.

Lo más minucioso era desentretiñar las tripas, quitarles el redaño, la manteca que las protegía. ¿Ya están? Pues a lavarlas. Bien arropados, los inviernos eran gélidos, en galochas, al río, al paraje del Molinoquemao: de rodillas sobre la puntea, una a una, las tripas se llenaban de agua para quedar expeditas de excrementos y restos de alimentos. “Daos prisa, que nos quedamos tiesos”. Menuda friura. Al llegar a casa les esperaba el refervido, un buen puchero de vino caliente con miel, para recuperar la energía.

Todavía las tripas requerían otra atención, antes de quedar listas para embutir: rayarlas. Vueltas del revés, se le eliminaban las impurezas con un cuchillo, por el reverso o con una paja doblada.

Y se han metido las dos y media. Es la hora de dar cuenta de un buen cocido con las patas y orejas del año “pasao”. Buena sobremesa y por la tarde mi padre recibir a los vecinos que acudían a ver los cerdos y echarle un tiento al peso, en arrobas, por supuesto. Nadie criaba cerdos de menos de 19 arrobas y llegar a 22, se consideraba un buen bicho. Y yo de recadero, a llevarle a los vecinos la prueba: un poco de hígado, sangre y manto.

Para cenar, mi madre ya servía hígado con patatas y cebolla. Unas peras cocidas de postre y …. pronto a la cama, que mañana toca deshacer.

Lo primero…a por “la romana”, a casa de Floro, para pesarlo en canal, claro. El brazo equilibrado por el pilón. “Cuidado, que no se mueva, pon una pizca de tocino en la muezca, para estar seguros del peso”.

Primer corte, la cabeza; segundo, partir el cerdo a la mitad y se despiezaba siguiendo un orden: el espinazo, las costillas y los lomos. Se troceaban todas las hebras, hasta acabar sacando los tocinos y los jamones. En épocas de escasez, se dejaban las paletillas, que se consumían, ya que los jamones se vendían.

La cabeza se despiezaba, separando el pellejo de los huesos, en dos: la cachucha, (orejas y parte superior) y la papada (parte inferior).

En las artesas de madera se colocaba la carne según el magro: la mejor, para el salchichón, la más grasa, junto con las vísceras ya cocidas, para el chorizo “sabadiego”, que se añadía al cocido, y el resto para chorizo.

Por la tarde a picar con la vieja máquina, las cuchillas a punto, que compartíamos con mi tío Segundo. Picada la carne, a adobar. Mi madre pesaba con sigilo la sal y el pimentón, y añadía un miaja de orégano. A mezclarlo a conciencia y ya teníamos los chichos. Allí permanecían 24h., pero esa noche ya se cataban…para comprobar cómo estaban “de sazón”. ¡Qué manjar!…unos chichos con una hotana de pan de hogaza.

Y ya estamos en el tercer día de faena. Hoy se “hacen” los chorizos, cuando cae la tarde. Mi padre le “daba” a la máquina y mi madre ajustaba la tripa plegada en el embudo y mis tíos ataban. Todo requería mucha destreza. Las tripas ni podían llenarse en exceso, pues reventaban, o quedarse escasas, si quedaba aire en su interior, podía dañar la carne.

Atados y escurridos los embutidos, a colgarlos en los varales, unos palos suspendidos del techo de la cocina vieja, en cuyos extremos poníamos unas hojalatas, para impedir a los ratones que probasen la matanza. Cada día poníamos lumbre en el fogón para curarlos. Y ya a primeros de marzo, se recogían para unos sacos de lino, para ir comiéndolos.…con moderación, que tenían que durar hasta las siegas, allá por Junio.
Los tocinos, los lomos y los jamones, cuidadosamente recortados, se “echaban en sal”. Tantos kilos, tantos días en sal, excepto los lomos que sólo necesitaban un par de días. Después a curar, con los chorizos. Los jamones recibían especial atención. Por lo general se vendían o se cambiaban por “hojas de tocino”. Verlo para creerlo.

La matanza concluía, pero aún había que derretir la manteca(los mantos), que a mi madre le gustaba dejarlo para la colación de Reyes. En una caldera de cobre, bien atizada, se caldeaban los mantos troceados hasta fundirlos. Se colaba todo y se vertía en unas ollas de barro. Al enfríar..…ya era manteca. Las impurezas que quedaban en el colador eran los chicharrones, o cascarones, que bien rociados con azúcar, eran una ambrosía para los niños.

Mi madre dejaba un par de litros en la caldera, donde añadía unas manzanas, chorizo, lomo y cebollas. Unos minutos de hervor y ya teníamos la más exquisita cena de Reyes. El aroma que impregnaba las viandas…no se puede degustar en ningún restaurante, por muchas estrellas o tenedores que tenga.

La manteca era el sustento para sazonar, freír, o hacerse unas sopas. Claro que para estas mi padre prefería sazonarlas con el unto. Para eso preparó en su día las untazas.

Desde hace años, veinte quizás, en Morales, al igual que en la mayoría de pueblos, no se crían gochos. Los tiempos han cambiado y los hábitos alimenticios también. Y…por suerte, en Astorga y en nuestra provincia de León, encontramos un inmejorable surtido de embutidos, jamones y cecinas, que colman con creces nuestras necesidades nutritivas, aunque no la añoranza de aquellas inolvidables matanzas.

José I. Martínez Blas
Diciembre de 2012

P.D. El día 20 de diciembre se publicó este completo trabajo de la Curruca blasensis  en la página de la Asociación El Cascayal de Morales del Arcediano, en La Maragatería. Aunque un poco tarde, como aún estamos en tiempo de matanzas, lo reproduje aquí. 
Pensé meterlo en la etiqueta de Alfabetos -2, pero tratándose de cerdos, que vaya junto a Rouco, er Biendichoso y er Botines en Chorizos culares.

Si lo queréis ver en el blog de donde lo saqué, pinchad en la dirección de abajo. La blasensis me había enviado el artículo, pero finalmente copiarlo del Cascayal fue más sencillo.

¡Besos y gratitudes a esta curruca y salud para todos!

Os Resentidos.  Galicia Canibal.

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