viernes, 31 de enero de 2014

La trucha Nikoletta


Las casas del lago.
Pinturas en polvo al agua, sobre tela y tabla. Técnica mixta.
Ramiro Rodríguez Prada. 1998

Nikoletta


Fue en alguna de las sequías estivales de principios de los setenta, cuando estudiábamos uno de los últimos cursos del llamado entonces bachiller superior, entre los 15 y los 17 años.

Había sido un año lluvioso y el río bajaba con bastante agua los primeros días de aquel verano, pero ya a finales de julio comenzó a escasear, y en agosto el pantano que regula el caudal en la cabecera de la cuenca, dejó de abrir las compuertas con regularidad y en muy poco tiempo hubo un descenso visible del agua. En las corrientes empezaron a aparecer las partes superiores de las piedras más grandes y pronto el agua discurría apenas por un pedregal seco de cantos rodados, mayores y menores.

Fue también un buen verano de pesca. Íbamos casi a diario, normalmente de doce a tres de la tarde y solíamos volver con dos o tres truchas cogidas a mano, de entre doscientos gramos y medio kilo, con algunas excepciones a lo largo de la campaña que podían pasar del kilo. Tamaños más grandes son raros, limitados por las propias dimensiones del río. Creo que la mayor que sacó mi padre en su vida pesó cerca de cuatro kilos, kilo y medio más que la segunda en su marca personal. Yo me acerqué a esta segunda con una de dos y cuarto.

Cuando todavía el caudal permitía la comunicación entre pozos a través de las corrientes como la descrita, vimos, después del mediodía, una trucha en el centro del río que iba subiendo por una tablada, nadando majestuosamente a contracorriente, corriente suave en este caso. Es fácil calibrar el peso si antes has tenido otra parecida entre las manos y a aquella mi padre la tasó en algo más de dos kilos.
Las tabladas son esos zonas anchas, llanas y largas de los ríos, con una profundidad media que se mantiene en toda su extensión, donde el agua se embalsa un poco, circulando con lentitud. En el último tramo superior de ésta, había un pozo más profundo bajo las raíces de unos chopos, excavado por la corriente que bajaba del pozo anterior. Era un tramo largo de corriente, de unos 30 metros, donde se empezaban a ver más piedras que agua.

Ya llevábamos aquel día un par de truchinas, suficiente para justificar la afición, y era un poco tarde, pero una pieza como aquella es un tentación para cualquier pescador.
La trucha se quedó parada a la caída de la corriente, a la espera de algún bocado, la veíamos abrir la boca y las agallas, moviendo su cuerpo para contrarrestar la fuerza del agua.

Entramos en el río y nada más acercarnos nadó a esconderse en el pozo, bajo las raíces de los chopos de la orilla. Es prácticamente imposible pescar una trucha a mano en medio del agua, entre otras cosas porque te ve y son esquivas, no dejan que te acerques. Quedarse siempre al descubierto sería su mejor defensa contra este arte de pesca, pero tienen la costumbre de esconderse cuando se sienten amenazadas, y ésa es su perdición.

Cuando se meten entre algas, en un agujero o bajo una raíz, el pescador cuenta con la ventaja de no ser visto y con algo con lo que sujetar al animal, más escurridizo en su elemento que en tierra y, además, vivito y coleando.
Si la trucha no ha sufrido ningún susto, como un apretón de otro furtivo por ejemplo, se deja acariciar un poco y es más fácil llegar a las agallas. Pero si ya le ajustaron las clavijas, no permitirá que la toquen y al más mínimo contacto saldrá disparada, de hecho ya no buscará un escondite donde pueda quedar bloqueada o encajada y sin escapatoria. Se limitará a arrimarse un poco a las raíces para escapar rápido por aletas.

Y eso pasaba con Nikoletta, un nombre que le puso mi padre después de una semana de acoso. Durante esos días el caudal del río se iba acercando a sus mínimos. En dos ocasiones la trucha, después de varias horas de persecución de cembo en cembo de la orilla, y de alga en alga, había optado por nadar al pozo superior, mucho más profundo, remontando la corriente entre las piedras. Y varias veces salió del pozo a la tablada con el ruido sordo de un coletazo de su poderosa cola, como si un cocodrilo se revolviera entre las raíces.
Pero en la tablada no había profundidad ni, sobre todo, buenos escondrijos, las algas, las melenas del río, no eran tan densas como para ocultar del todo su cuerpazo. Así que, invariablemente, regresaba a la querencia de su pozo, donde se sentía más segura, y a su corriente, donde sin duda mejor se alimentaba.

El último día de aquella semana mi padre no pudo ir al río y fui solo, directo al encuentro con Nikoletta.
Enseguida la vi en su puesto, a la caída de lo que fue corriente. Y digo fue, porque ese día ya no se veía caer al pozo más que un par de regueros mínimos, la corriente era sólo un pedregal seco de treinta metros hasta el pozo superior.

En esas circunstancias la trucha no tenía escapatoria porque la fatiga acabaría por vencerla, ya había vivido más de una experiencia en ese sentido, bien es verdad que con truchas más pequeñas y menos experimentadas. Pero lo cierto es que un acoso continuado en un pozo sin salida, acaba por quebrar la resistencia del animal, que termina por arrimarse a cualquier sitio, agotado, incapaz de ofrecer oposición a la zarpa del insistente pescador. La ley del más fuerte.

Allí debí porfiar no menos de tres horas y la conseguí tocar varias veces, el agua del pozo estaba ya muy turbia y no podía verla cuando se me escapaba como un tiro de entre las manos. La última vez que la toqué, logré apretarla un poco contra el lecho del río y pude calibrar mejor su formidable musculatura. Pero escapó de nuevo, sentí el ruido entre mis piernas al zafarse con un coletazo.

Mirando desde el pozo con el agua por los sobacos, bajo los chopos de la otra orilla, no me lo podía creer y tardé en reaccionar: Nikoletta saltó sobre los grandes cantos rodados de aquel pedregal que no corriente y, a saltos, contorsiones y coletazos, comenzó a remontarlo. Veía brillar al sol las irisaciones de su cuerpo húmedo sorteando las piedras...
Salí detrás, corriendo descalzo entre los cantos. Pero me faltaron dos metros. La trucha llegó al pozo superior y en un instante la vi perderse como una centella en la profundidad.

Incluso allí, un pozo que tenía unos cuatro metros en sus partes más profundas y la mitad en tiempos de sequía, hubiera sido posible atraparla, para mi padre que buceaba a pulmón, no para mí.
Cuando le conté la aventura al paisano creo que me dio un buen consejo. Había que dejar libre a Nikoletta, se lo había ganado a puro huevo.

Para el predador adolescente que yo era, aquello significaba algo así como una renuncia, una versión del cuento de la zorra y las uvas. El autoengaño. Como no alcanzo a la parra me convenzo de que las uvas están verdes. Tardé en sacar una conclusión más provechosa para todos. Vive y deja vivir.


Ramiro Rodríguez Prada


La Polla Records.  En sin salida.



Salud y larga vida.