viernes, 18 de mayo de 2012

El buscador d´ombres -3


Templo de Zeus Olímpico desde el Zapion.
Atenas, julio 2011.

Sombras.

Era a finales de Julio cuando más aprieta el calor. No podía dormir, quedaba transpuesto unos minutos y despertaba sudando con las últimas imágenes de alguna corta pero intensa pesadilla.

Salí al balcón a respirar un poco porque la atmósfera de la habitación se masticaba. Encendí un cigarro y lo fumé apoyado en la baranda mientras veía pasar por la calle ora un grupo de ruidosos adolescentes, ora una  pareja descabalada que parecía reñir, ora un tipo solitario canturreando, de vez en cuando una motocicleta o un coche.

Junto a los contenedores de basura que había en la esquina del edificio unos gatos peleaban como tigres por algunas raspas. En las terracillas y balcones que tenía enfrente, llenos de plantas ornamentales que asomaban sus ramas más largas a la luz de las farolas de la calle, se distinguían unos bultos oscuros. Muchas personas habían salido a dormir fuera buscando un poco de frescor. Veía las siluetas y las brasas de los cigarrillos de varios fumadores acodados como yo en las barandillas.

No corría ni una brizna de aire y aunque menos denso que el de la habitación se diría que estaba también a punto de cuajar, como clara de huevo en agua hirviendo. Había salido en calzoncillos pero notaba correr los goterones de sudor por la espalda y el pecho. No muy lejos, a mi izquierda, se veía la oscura masa arbórea del Jardín Nacional. Todos los que pasaban solos parecían llevar el mismo destino. Tal vez iban en busca de una temperatura más soportable entre los árboles, donde poder descabezar un mínimo sueño. Puse un pantalón, una camiseta, cogí unas monedas y el carnet de identidad y me eché a la calle.

Ya iba advertido de la peligrosidad de la ciudad como consecuencia de las dificultades económicas que atravesaba el país los últimos años. Pero la conocía bastante bien, sobre todo esa zona del centro, no me iba a meter en un barrio desconocido sin vigilancia, y no llevaba nada de valor, sólo lo justo para tomar un par de cervezas.

En quince minutos estaba a la entrada del parque. En el camino me crucé con grupos, vi parejas e individuos solitarios como antes desde el balcón, y un par de furgones de la policía estacionados en lugares estratégicos.

Me interné en el Jardín, cuya profunda oscuridad impresionaba un poco, y enseguida noté algo de frescor entre los árboles, era semejante a un bálsamo para los abrasados pulmones. También había mayor humedad, pero de todos modos ya estaba empapado de sudor, el asfalto y el cemento que vine pisando desprendían un calor seco que parecía rebotar en las paredes de los edificios y envolver a los noctámbulos en una atmósfera ardiente.

Oviedo 2012.

Rock and Roll Hall Of Fame - Cleveland 1995.
Bruce Springsteen - Darkness On The Edge Of Town.


A medida que progresaba hacia el corazón del parque y mis ojos se habituaban a la oscuridad se apagaban también los sonidos del escaso tráfico nocturno. Estaba en el centro de una pequeña isla frondosa en medio de la noche.

Había bastantes bancos ocupados con personas tumbadas, durmiendo o intentándolo. Alguna pareja charlaba sentada fumando un cigarro. Ninguna luz penetraba en los matorrales del sotobosque, a uno y otro lado de los caminos de tierra batida. Había oído que grupos de policías recorrían el parque por la noche levantando a los durmientes pero no tropecé con ninguno. En una zona muy interior donde ya no llegaba más que el murmullo tenue y lejano de los vehículos me senté en un banco y encendí un cigarro.

¡Buenas noches!, dijo una voz tímida a mis espaldas en el idioma del país. Aunque el tono no era amenazador me sobresalté girando con violencia hacia el desconocido sin responder al saludo.

Un tipo alto, escuálido y encorvado, con pelambrera y barba desordenadas, se me acercaba desde la oscuridad de los arbustos más próximos. No le podía ver los rasgos de la cara pero tenía el aspecto de un pordiosero, un yonky o ambas cosas.

¿Podría darme un cigarro?, me dice dos metros antes de llegar al banco.

Sí, hombre, le contesté. Saqué el paquete y se lo alargué.

¿Puedo coger dos?, es para mi colega que está durmiendo ahí, y señaló hacia el matorral entre las sombras.

Claro, coge media docena si quieres.

No tuve que repetírselo y contó con expresión de alegría en la cara, que ahora ya podía ver bien, seis cigarrillos, ni uno más.
Era un hombre de mi edad, pero sin duda envejecido y consumido por indecibles privaciones y miserias. Los ojos hundidos parecían cavernas, los pómulos salientes, descarnados, la nariz larga y afilada como la de un cirrótico terminal.

¿Tiene fuego, puedo sentarme?, preguntó de un tirón, y sin esperar respuesta tomó asiento en una esquina del banco guardando una distancia que juzgué más de educación que de cautela.

¿Eres español, verdad?, me suelta de sopetón en un castellano del sur algo aflamencao, nada más encenderle el cigarrillo y echar la primera bocanada de humo.

Sí, dije sorprendido.

Yo también, y te conozco.

Quedé estupefacto y sin saber qué decir, pero ya él había cogido carrerilla.

Fuimos compañeros en Filología. Y en los últimos cursos hasta un poco colegas, añadió sonriendo con timidez. ¡Incluso nos fumamos algunos canutos juntos, creo que los primeros que fumábamos, además!, siguió más animado, y me miró directamente a los ojos. Teníamos una amiga común.

Yo lo escrutaba intentando encontrar en la memoria sus rasgos, habían pasado casi treinta años, pero sólo cuando me dijo el nombre lo reconocí.

León 2011.

Pero el joven y brillante compañero de estudios que recordé no tenía nada que ver con aquella piltrafa humana. En tercero nos había presentado la que se convertiría en su mujer al terminar la carrera, compañera mía en un curso inferior y medio novieta suya entonces. Nos corrimos algunas juergas fumando los primeros petardos de maría y de chocolate. Nada más que juego y risas. Pero él, temerario y lanzado como era, muy pronto empezó a tontear con drogas más fuertes, tripis, cocaína o heroína, lo que cayera. Y su colega le seguía la marcha. No obstante, muy capaces los dos, aprobaron las oposiciones a la primera y obtuvieron sendas plazas en institutos públicos.

Yo me fui a trabajar a otra ciudad y les perdí la pista. Mucho después supe por un compañero común que no les había ido bien. Al parecer los detuvieron, precisamente en una frontera de este país en el que ahora charlábamos, con una cantidad suficiente de heroína como para pasar varios años en la cárcel.

El resto de la historia me la contó él. La cantidad que les habían pillado en la frontera era muy pequeña, menos de 50 gramos, para pagarse el viaje e ir bien puestos el mes de vacaciones. El sueldo de profesores les alcanzaba justo para vivir y mantener el vicio. Pensaban trapichear entre conocidos con un poco de polvo. Pero eran dos enamorados de aquel país y la suya fue en realidad otra visita cultural. Ya habían estado en varias ocasiones y sólo esa vez se les ocurrió mercar una cantidad mayor que la que, en viajes anteriores, solían comprar para consumo propio.

Pasaron cuatro años horrorosos a la sombra. Salieron con una fuerte adicción al caballo, que empezaron a pincharse al poco de entrar en prisión. Casi arruinan a sus familias que finalmente los abandonó a su suerte. Perdieron el trabajo y se quedaron en aquella ciudad donde ya tenían contactos. Sobrevivían trapicheando lo justo para las dosis diarias. Siempre bebían mucho, pero cuando no alcanzaba el burro bebían más. No mencionó la comida. Hacía tres o cuatro años, no lo recordaba exactamente, que vivían en la calle, aunque en los dos o tres meses más fríos del invierno buscaban algún cobijo. Pero la ruina y las basuras se amontonaban en aquellos lugares y por el verano era territorio exclusivo de ratas y gatos, por este orden. Decía haber visto cómo las ratas se enfrentaban por los restos a los gatos y los ponían en fuga.

¿Seguís juntos entonces?

Ahí está, y se volvió señalando de nuevo el lugar donde la sombra se adensaba. Esta noche le dio por dormir. Casi mejor porque si la ves te asustas. Está muy mal, susurró mirando al suelo.

¿Quién podía imaginar que aquella chica tan guapa, con una alegría, una luminosidad especial en la cara y un dinamismo e inteligencia fuera de lo común, con un futuro más que prometedor, estuviera tirada allí medio inconsciente entre la oscuridad de los arbustos?. Tenía razón era preferible ahorrarme el disgusto de verla destruida.

Le dejé las cinco o seis monedas que llevaba en el bolsillo y el resto del paquete de tabaco. Le dije el nombre de la pensión donde estábamos y prometió que nos veríamos al día siguiente. No apareció.  Por la noche volví por el parque. Ya no estaban, habían levantado el campamento y sólo quedaban las sombras.

Ramiro Rodríguez Prada.

El Tomatito está en la gloria en el centro de las guitarras, de solera como los palmeros, todos los gitanos con el poderío de la Paquera de Jerez, ¡que no se pué aguantá, miarma!

http://www.youtube.com/watch?v=f62tPzXAEGw&feature=related


P.D. Pese a que la fotografía que encabeza el texto sea de Atenas y lo sea también en gran medida el escenario, no quise nombrarla porque no fuera tanto el retrato de las sombras de una ciudad concreta, como de una situación real y terrible presente en muchas, que las dificultades y oscuridad actuales pueden convertir en infiernos para tantos.

Salud!