martes, 7 de enero de 2014

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Lo obvio: nieve por un tubo.



Salí a tirar la basura.



Había nevado y todo estaba cubierto con ese manto que redondea las cosas y las uniformiza, los coches parecían huevos blandos arrimados a la acera, y las farolas centinelas larguiruchos y ateridos. Caminaba despacio temiendo un resbalón, mientras volvía a nevar con intensidad y mansedumbre. Grandes copos caían a cámara lenta. En la acera la nieve me llegaba a las rodillas. Con un andar cada vez más penoso y lento, llegué al montón blanco e informe de los cubos. Nadie se había acercado a ellos desde hacía horas. Di la vuelta sorprendido por el silencio y algo inquieto por la densidad de la nevada que estaba cayendo, hasta el punto de que me impedía ver la dirección que debía tomar. ¡Sólo me falta la ventisca!, pensé tratando de conjurar mi preocupación. Con muchas dificultades alcancé la base de la escalera de acceso a la finca. Pensé, optimista, que ahora sería más difícil perderme. Por contra la ascensión fue épica, los escalones eran una catarata de hielo que bajaba desde la cumbre. La escalada me trajo a la memoria el relato de un montañero acercándose a la cima del Karakorum. De la escalera al portal me fui arrastrando, agotado ya. A un cuerpo de la puerta noté un vahído. No me entraba aire en los pulmones, boqueaba como un pobre pajarín moribundo. Antes de desvanecerme sentí sobre mí el ruido del helicóptero de salvamento.


Penderecki.   Capricho para violín y orquesta.




Salud y felices pesadillas


ra