Mostrando entradas con la etiqueta Zombis geniales. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Zombis geniales. Mostrar todas las entradas

domingo, 5 de enero de 2014

Epílogo


Galicia  2013.


¡Hasta siempre, maestro!


Yo para mi ordenación tengo como precepto no ser histórico ni actual, pero saber oír la flauta griega. 

No sólo la oía, también la tocaba el genial zombi, ¡y con una sola mano!, como buen chiflador galaico. Con don Ramón debería cerrar el círculo -de los zombis- en otro encuentro griego, pero eso ya no depende de mín, le comentaba yo al Capi hace unos meses.
Creo que no será posible...

En realidad el viejo loco se había ido corriendo de a pocos hacia el oriente lejano y andaba ya a orillas del Bramaputra. En el transcurso de la velada en su bodega, me iniciaría en el Milagro Musical del indobudismo, ¡y eso que el costo del Narizotas no resultó de su gusto!.
A mí me pareció una bomba, muy perfumado y algo dulzón, me recordó un material de Cachemira que había fumado de joven: pasé dos o tres días oliendo a jazmines y a rosas, hasta cuando visitaba al amigo Roca.
Menos mal que no le gustó, porque de lo contrario no sé que hubiera pasado. Me hizo seguirlo en sus cantos de alabanza a Krishna y Rama, acompañados por la esquila de una cabra, que tañía yo en funciones de monaguillo, y no la campanilla de la cristiana consagración como le dije al Capi.

Don Ramón acabó su relato del retorno a Vilanova justo cuando terminaba de cebar el chibuquí. Esta vez sacó un contravientoymarea y me pidió que encendiera el chocolate mientras él chupaba.
Me agaché hasta el platillo sobre el que se apoyaba la cazoleta en el suelo y arrimé la mecha. El hachís, blando y aceitoso, tardó en prender. Valle me miraba desde lo alto de la embocadura de la pipa, levantando las cejas por encima de sus lentes redondas, como un Trotsky vagabundo y trastornado.
Chupaba igual que un bebé, hasta que por fin salió un humo denso y dorado. Aguantó en los pulmones una segunda y profunda chupada y me guiñó alargándome el tubo. Echó su cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

Yo aspiré con cautela y aún así me entró hasta los calcetos. Aguanté la tos y el humo y miré al viejo. Sin despegar los párpados alargó el brazo y me quitó de las manos el chibuquí. Repitió la operación sin abrir los ojos y me lo volvió a pasar.
Mi segunda chupada, que ya sabía algo a ceniza, todavía fue más suave, porque la velocidad con la que el airín fresco y juguetón alcanzó mis calcaños en la primera, me hizo ser prudente pensando que se trataba de un material fetén. Quería saborearlo sin perder del todo el contacto con la realidad y con el buen maestro.

¡Últimamente el Legía me está tangando!, tronó Valle abriendo los ojos de pronto y acercando la bolsa de cordobán. Sacó el costo y lo olió, lo amasó, lo chupó, lo mordió y sentenció, ¡Éste marrón es poco comercial, más que chocolate parece chapapote!
¡Pero coloca!, dije queriendo contemporizar. Y, al fin y al cabo, era verdad: ¡yo ya estaba trénico trénico!
¡También coloca la estricnina! ¡Na Caixa... de Aforros!, contestó el manco atravesándome, y terminó con una de esas risas suyas despampanantes, estentóreas y sincopadas que lo dejaban sin resuello y le hacían parecer un gallo de pelea a punto de afogarse en un charco.

Oímos golpes en la puerta de la bodega. Don Ramón se puso tieso pero no se levantó, me indicó calma con la mano y la metió en la faltriquera, yo palpé el bolso posterior del pantalón, allí seguía la barbera. La puerta se abrió y vimos bajar por la escalera a Paco Gila seguido de don Vicente Van.


Facundo Porro Cenutrio, cortaorejas, ordeñador de bueyes. 

Ravi Shankar. George Harrison.  Vedic Chanting.



P. D. Hoy se cumplen 78 años de la muerte de don Ramón Mª del Valle-Inclán.
Y una canción final que nos envía Alberto, el Capi del Teach:

Napoleón  XIV.   They're coming to take me away. 

http://www.youtube.com/watch?v=hnzHtm1jhL4


¡Salud!

Ramiro Rodríguez Prada.

sábado, 28 de diciembre de 2013

Regreso a Vilanova


El sótano del manco.

Vilanova da miña alma!


Día de Santos Inocentes, fiesta de guardar para don Ramón del Valle-Inclán, pícaro modernista y sabio antiguo.
Meses después de aquella Novena de Ánimas por tierras de cristianos, volvíamos a su bodega de Vilanova de Arousa, en cuya mesa quedaban los restos de un pote de caldo gallego.

A primeros de mayo, en mi respuesta a un comentario del Capi, a quien don Ramón respeta y admira como marino y persona, en el capítulo titulado Mirada retrospectiva, donde se iniciaba el relato de la Semana de Ánimas, adelantaba algún detalle del encuentro con el viejo manco, después del periplo esotericoputeril asturleonés.  

El Capi:
Ya pensaba que habías olvidado a D. Ramón. Pero revive con la primavera. El jodido Zombi...

Respuesta: 
¡Está más vivo que yo el cabrito!, menudo viacrucis puteril el de la semana de difuntos; ahora quería que lo acompañara a unos ejercicios espirituales al Nepal vestido de azafrán, y que me rapara la cabeza, ¡Usted primero, no te jode! Ya me hizo corear con él el Hare-Krisna, Hare-Hare, mientras le daba a una campanina como las de los monaguillos en la Consagración del Sacrificio de la Santa Misa, en resumen, en misa. Le dije que yo de Turquía no pasaba, ya veremos cómo acaba la cosa, porque tuvo un mal rollo con uno del monte Gurugú y no traga a los moros.
¡Pero los turcos no son moros, don Ramón!.
¡¿Me quiere dar lecciones de geografía, de etnografía o de historia?!
No puedo con él...
Un abrazo!

En el bodegón de Valle, Sebito, ojos y orejas de pachón, se despedía corrido, y eso que su amo había puesto sobre la mesa el chibuquí y la bolsa de cordobán. Apenas les prestó atención el rubicundo criado. Se veía descompuesto al pobre rapazón, al parecer desde que regresó del periplo cantábrico. La su Jaki, dulce y melancólica, pero caprichosa, andaba celosa y lo rechazaba.

Me dijo que traía olor a incensario, a choto y a puta barata...
¡Era olor a chocho de puta barata, Usebio!, corrigió Valle-Inclán.
¡Dáme o mesmo, se me deixa!, contestó el mocetón medio sollozante. Si non manda usted nada máis..., añadió con cara de apaleado.
¡Anda, mastín, corre y no te descalabres!, dijo el manco señalando la escalera de la bodega. Eusebio salió a escape metiendo su corpachón, que casi no cabía, por el hueco oscuro.

Y allí nos quedamos los dos solos, iluminados por una vieja lámpara de aceite con un trapo empapado por mecha. Don Ramón estaba serio y solemne como un apóstol del Greco. ¿Qué sería de Tejerina?. No tenía intención de estropear el encuentro preguntándole por ella, la cortesía ya me había valido más de una bronca del manco, a quien no se le podía mentar la costilla.

Por mi parte no recordaba cómo había llegado una vez más al sótano del gallego. Tampoco tenía memoria de haber comido caldo y sin embargo olía a unto y vi tres platos y tres cucharas con señales de uso. Y tres vasos de los que sin duda habíamos bebido, no sólo porque todavía quedara algo de vino en ellos, sino porque el sabor del morapio fresco en la garganta, fue la primera sensación que percibí despertando en aquella nueva, y quizá última -lo sentía como una premonición- cita arosana.

Aproveché la calma del zombi genial, para interesarme por el diálogo con los municipales y el mosén, y su papel de defensor de incautos en la Catedral de Oviedo, y también sobre el regreso de los cuatro célebres a Vilanova.

¡Se non hai viño, non hai contiño!, declamó sentencioso, y con el chibuquí, que había cogido de la mesa, señaló el jarro.
Saqué vino de la cuba y llené los vasos, mientras Valle abría la bolsita del hachís y pillaba una porción de un costo muy blando, con la que se dispuso a cebar la pipa. Era una operación que realizaba con calculada parsimonia, y su lentitud se debía más a cómo se recreaba en ella, oliendo la china y la punta de sus dedos y apretando suavemente el marrón en la cazoleta, que a la dificultad de hacerla con una sola mano.

Echamos un trago y empezó a contarme. Así conocí el contenido de su defensa cerrada ante el cura y los policías en Asturias, en la que él mismo llamó Katábasis, y alguna peripecia del regreso a Galicia.
Habían hecho todavía un  par de paradas antes de llegar a la Ría de Arosa. La primera en otro puticlub de Terra Chá, cerca de Villalba, y la segunda en un dúplex del Ferrol con seis fulanas. Pero ya canso de estas machadas del viejo chivo cuando recuerda, con los ojos vueltos, la zaga y la delantera de alguna mulata de las que le gustan.

Me resultó más interesante la bronca que tuvieron en el interior del Mercedes chegando a Vilagarcía.

La cuba y el jarro.

Estaban ya todos muy cansados de tanto trote putero y los malevos se relajaron, pensaron que el viejo yacía traspuesto, roncaba desmadejado como una marioneta, con sus luengas barbas y sus lentes torcidas sobre la nariz, soñaba y farfullaba frases incomprensibles. Iba en el asiento trasero con Sebito que, siguiendo su costumbre, dormía con el cogote apoyado en la bandeja posterior del automóvil.

Porfirio, que conducía el Mercedes en ese momento, cometió la indiscreción de dirigirse al Legía en voz alta recordando la broma que nos habían gastado en Oviedo. El Narizotas, por su parte, añadió un comentario sobre el diputado y la putilla que lo acompañaba y los dos estallaron en carcajadas.
El de Vilanova, que tiene orejas de lince y oye hasta en sueños, estaba escuchando la conversación de los peines, que sólo confirmaba sus sospechas.
Los cogió desprevenidos, de espaldas, riendo y mirando a la carretera. Les sirvió unas raciones de boina con toda la fuerza y mala hostia de que fue capaz. La boina, que era un regalo personal de Pío Baroja si recordáis, está más costrosa y cargada de mierda que la trasera de un cochino jabalín, ¡y pesa que se jode! 

¡Don Ramón que provoca un accidente!, chilló el Legía capeando el temporal de boinazos con los brazos.
¡Eu estou morto, carayo!, respondió el zombi descargando el último estacazo en la cara de Porfirio que había descuidado su defensa por atender al volante.

El boinazo le alcazó de lleno en los ojos abiertos y el guardaespaldas quedó sin visión, frenó a ciegas pero no pudo evitar dar un giro brusco al volante que los llevó directos a la cuneta.
Salieron los cuatro magullados, el Legía, además, con el tabique nasal fracturado y sangrando a chorro por su napia borbónica. Miraba a Don Ramón como para matarlo.

El manco, los cristales de las lentes rotos, había metido su mano buena en la faltriquera y palpaba la de a tercia.

Atrabilio Melones Turrión, sacamantecas, rapacuras.

Ixo Rai.   María. 

martes, 26 de noviembre de 2013

Lenguas melladas


Lengua moribunda


Lenguas melladas


No sé si Don Ramón se citó con el Legía para el día siguiente, el caso es que llegamos a mi casa sobre las dos de la mañana. Todo el mundo en el piso dormía en paz. Nos metimos en la cocina y Valle pidió un poco de chorizo y vino para acompañar. Se había olvidado de la "noche de renuncia", argumento que esgrimió ante el Legía para no dejarnos ir de farra con ellos de puticlub en puticlub. Velaba por su criado Eusebio más que un padre por su hijo.

Sentados en torno a la mesa camilla, dimos cuenta de una tripa y tres botellas de clarete del Bierzo, regalo de la cosecha de un familiar. ¡Sublime!, roncaba el manco cada vez que vaciaba el vaso.
Después de la aventura de las campanas, de la angustia final con los municipales, que pudo acabar en el calabozo y, sobre todo, de la sed de la cecina que habíamos comido, el vino sabía a Milagro Musical, mucho más que la Wamba. Visto y no visto.
A medida que masticábamos el chorizo y trasegábamos lo de Baco, íbamos recuperando también, poco a poco, el oído.

Fue generoso el manco con su criado Sebio en esta ocasión, porque le permitió beber la parte proporcional que le tocaba. Parecía que estuviéramos comulgando. Al chaval se le cerraban los ojos del pedete berciano y el cansancio. Valle lo espabilaba, ¡Aprovecha, ternero, que no mamarás más en un mes!

El de Arousa me preguntó después si me quedaba alguna de aquellas botellas de brandy, Que tenemos a medias, dice guiñándome el ojo zurdo. ¡Incombustible el viejo chivo!
Lo acompañé con la primera copa. A Sebito no le echamos, le colgaban las orejas y los belfos y se le caía la cabeza sobre el pecho, los ojos como guisantes. Yo estaba también pa consagrar, pero aguantaba por puro amor propio y cortesía hacia el maestro.

Farfullábamos ya, más que hablábamos. Iba a servirme la segunda pero lo detuve, ¡Me voy a la cama, don Ramón!
Eusebio se levantó como un autómata, tambaleante y medio sonámbulo.
Pueden dormir en el salón, ¿quiere verlo?
Ya lo conozco, pollo.
Voy a por dos mantas.
Usebio vino detrás de mi con la cabeza agachada y los ojos entrecerrados y cogió las mantas que le pasé. Le indiqué los sillones donde podía echarse. Se tumbó en silencio en un tres piezas y aún sacaba las piernas fuera. A los dos segundos roncaba.

En la cocina Valle apuraba la segunda copa.
¡Hasta mañana, don Ramón!
¡Hasta mañá, galopín, yo quedo en Santa Compaña!, y atrajo la botella hacia sí, la agarró por el gollete y echó un trago largo.
¿No se le mellarán los dientes, maestro?
Definitivamente el genial manco estaba de buen humor esa madrugada y por primera vez, que yo recordara, sonrió y me dedicó un piropo donde yo esperaba ya el chisterazo:
¡Va aprendiendo, carchuto, siga así!

Mi esposa dormía como la santa que es, y yo no recuerdo nada más que la tibieza de las sábanas al meterme en la cama.

Desperté bastante temprano, con la cabeza floja, al escuchar en la calle el chiflo de un afilador. Me levanté para saber de los dos célebres. En el centro de la camilla dormían los vasos y la botella vacía de Terry. En la sala no había nadie. El butacón donde se echara Sebito conservaba, sin embargo, parte de las huellas de su corpachón. Los otros asientos estaban intactos.

Abrí la ventana para ventilar la habitación y pude oír entonces parte del pregón del afilador.

¡El afiladoooor!

¡Afilo dientes, cuchillos, navajas, espadas y tijeras,
hachas, hoces, lenguas, machetes y azuelas!...
¡Vendo agujas, dedales y cosas de tendero, 
piedras de afilar, de alumbre y de mechero!...

¡El afiladoooor!

En ocasión más propicia hubiera salido a que me afilara la lengua, me parecía humorada de don Ramón, pero...

¡El afiladooooor!


Ramón Ferreros Fabar, Ramonón el de Ludivina, apañacastañas, pesahuevos al tiento. 


Época.  No estoy bien.



Salud

miércoles, 20 de noviembre de 2013

La catábasis


Los sastres de la Balesquida en la plaza de la Catedral.
Oviedo 2012.

Recosido de urgencias o Lo que sube baja


Todo fue culpa de un chivatazo del Legía para ponernos en apuros, obligando al buen arosano a solicitar su auxilio y de paso divertirse un rato a nuestra costa.

De la mayoría de lo que sigue me enteré meses después por boca del propio Valle. La noche de Difuntos, cuando bajamos del campanario a la nave de la Catedral donde nos esperaba un cura con cuatro municipales, estaba sordo total, y más que sordo trascendido, flotante, por el efecto de las ondas sonoras del toque de Clamor de la Wamba, treinta campanadas más lentas y quedas que el toque a muerto, pero que retumbaban en el interior de mi calavera anulando cualquier otro sonido. Y no sólo mi cuerpo se estremecía y temblaba, veía también a mis compañeros trémulos y con los ojos casi fuera de las órbitas.

La escena a la que asistimos a continuación era digna del cine mudo, un típico diálogo de sordos con los policías y el cura.
Nada más poner los pies en las losas de la nave los policías se nos echaron encima. Veía a Valle haciendo gestos ampulosos de fantoche y supongo que dando grandes voces, a juzgar por lo colorada que se le puso la cara y el movimiento convulso de su boca. Los municipales habían sacado las esposas, pero algo debió decir el viejo porque se detuvieron de golpe y nos soltaron. Como no sabía lo que les había dicho yo me reí para mis adentros imaginando la frase, ¡Pero cómo me vais a esposar si soy manco, lumbreras!

En realidad don Ramón sólo había dicho, ¡Un momento señores, qué clase de atropello cometen, dejen que este anciano les explique!
El arousano intentó convencerlos de que había subido con nosotros a la torre para enseñarnos la ciudad, que se nos había pasado el tiempo sin conciencia de la hora, que incluso pensábamos que la Catedral permanecería abierta toda la noche en esta Víspera de Difuntos, para que los fieles pudieran rezar por sus muertos, que en otros lugares así se hacía, que sus colegas de la Cofradía de Ánimas no habían desmentido este extremo...

No le creyeron y los policías volvieron a enarbolar las esposas. De nuevo se encaró Valle con los municipales echándoles el alto. Se había colocado delante de nosotros y nos protegía con su cuerpo arrugado y escurrido. Veía cómo se le movían las barbas y los labios y cómo braceaba con su miembro sano. El primer funcionario se había detenido cuando el maestro le tocó el pecho con su dedo índice. Le estaba diciendo algo que lo confundía por completo y se giraba para corroborar su propia sorpresa en el rostro de sus colegas, como si no pudiera creer lo que oía. Al parecer Valle  le estaba diciendo que conocía a sus padres, ya difuntos, y a toda su parentela hasta la última generación de la que había memoria sobre la tierra. Le dio incluso los nombres y lugares de nacimiento de sus tatarabuelos.

No se atrevían a actuar y buscaban consejo en el mosén. Éste, parapetado tras los uniformados, hacía muecas de fastidio e impaciencia y parecía instar a los indecisos policías a que cumplieran con su deber. Un segundo hombre se adelantó con las esposas y otra vez don Ramón lo detuvo en seco cada vez más excitado. Me imaginaba las voces que estaría dando por su rostro crispado y encarnado, y por los enérgicos molinetes que dibujaba en el aire con su brazo en alto. Con la capa, la chistera bien encasquetada, la barba de santo loco y los botines, parecía un figurín de Mefisto recién salido del infierno. Sólo por su aspecto no sé cómo no nos habían mazado ya a toletazos. Pero el segundo cancerbero lo miraba con la boca abierta mientras Valle le leía, como al anterior, la cartilla de sus ancestros.

El cura, que observaba la escena, Con ojos bizcos y suspicaces, inquietos como los de las gallinas enjauladas, según palabras del genial zombi, dijo entonces algo que debió convencer por fin a los servidores de la ley. Valle me contaría después que él también estaba totalmente sordo, pero que no hacía falta ser adivino para saber lo que pueden discurrir un medio sotana y cuatro sacristanes del ayuntamiento.
Don Ramón se dirigió directamente al sacerdote atravesando la fila de policías, que le abrieron paso, y le puso la mano en el hombro. Parecía hablarle al oído, muy quedo, como si estuviera confesándolo o dándole algún consejo privado. Lo miraba a la cara y acto seguido miraba a los policías y seguía hablando. El cura, más alto, agachaba la cabeza escuchando a Valle, que se entretenía, con delicadeza monjil, en quitarle caspas de los hombros de la sotana mientras le hablaba.

Parece que el manco le contaba con pelos y señales, hasta la séptima generación, la antigua amistad de su familia con la del actual obispo franciscano de la diócesis ovetense, descendiente de carlistas. El cura parecía sin duda conmovido por las palabras de Valle pero no tragaba. Yo veía al viejo, rojo, a punto de salir de sus cabales. Si eso pasaba nos caerían el doble de toletazos que al principio.
En un momento vimos que Valle apretaba un poco el hombro del cura, que agachó algo más la cabeza para acercar la oreja a los labios del sabio manco. Dice que le dijo, ¡Ya me encargaré yo de que te nombren párroco de la aldea más cutre y remota de toda Asturias, corneja!, eso le dijo.

El cura se sacudió la garra del gallego separándose y conminó a los municipales a que dieran por concluida aquella reunión esperpéntica y absurda, prendiéndonos como los romanos prendieron a Cristo. Así vi yo a don Ramón, como a un bendito Cristo encolerizado, repartiendo zurriagazos entre los mercachifles del Templo, tal cara se le puso. Lívido de ira, salpicando gotitas de saliva mientras peroraba, dio un saltín y extendió el brazo protegiéndonos, cual Moisés ordenando separarse a las aguas del Mar Rojo. ¡Estaba inconmensurable el gran dramático!
Mientras tanto, Sebito y yo habíamos permanecidos sordos y mudos sin movernos del arranque de la escalera.
Me contó Valle que no había querido sacar su as de la manga hasta el final de la partida, si no se arrugaban antes los inquisidores, por no deber otro favor al Legía. Les dio el nombre del político regional con el que cenaban esa noche el jaque y su compinche Porfirio en la ciudad, y el número de móvil del macarra.

Estaban tomando copas en un puticlub cercano y en un cuarto de hora se presentaron en la Catedral. Traían una pupila que a saber dónde se habrían agenciado. Fue el diputado el que nos sacó de allí sanos y salvos después de un intercambio de palabras con los municipales y el canónigo. Antes de salir como señores por la puerta principal, Don Ramón le lanzó una mirada al consagrado para echarse a temblar, como aún tremábamos nosotros bajo los efectos de la Wamba.

Las risas de los malevos y el político regresando al puticlub, pusieron la mosca detrás de la oreja de Valle, sospechas que confirmaría días después cuando, de vuelta a Vilanova, a Porfirio se le escapó una indiscreción, distraído, mientras conducía el Mercedes.
La coima, que acompañaba al diputado, miraba a Valle divertida como si estuviera viendo a un dinosaurio en bragas. El gallego, temblón y sordo todavía, pero conservando el oro de su voz, se dio cuenta y se paró encarándola, ¡Qué carayo miras, Putifarina, no tienes bastante con tu Romeo!, creo que le dijo, lo que provocó una carcajada general.

El viejo estaba revotado y se negó a entrar en el local. Me pidió que lo llevara a mi casa. Llevábamos ya tres días en Asturias y yo no había visto a la familia todavía. El Legía trataba de convencerlo para seguir la farra y a mí lo que me apetecía en ese momento era beber algo. Tenía un secaño terrible después del pedazo de cecina que comí en el campanario y el apurón de la bajada. Pero Valle se negó en redondo a dejarnos entrar. Esta era una noche de renuncias y había que meditar sobre la Muerte y el Prodigio Musical vivido en la torre. Sebito, con las orejas gachas, miraba con mezcla de gula y resignación las tetas del pendón.

Homobono Sartorio Agujetas, alfayate de pobres, remendón.

EPZ EL PULGARZITO.  Tanto truco.


Salud


P. D. La ventana del blog  Ilustrania, en nuestros Flanvoritos, y del que hablé ayer en otra postdata, ya está actualizada y diariamente podrá seguir quien quiera su viaje por Jordania. Muchos besos y suerte!

Ramiro

sábado, 2 de noviembre de 2013

Difuntos en Oviedo


Torre de la Catedral de Oviedo.

La anábasis o Fin del novenario


Con este capítulo se cumple la Novena de Ánimas, en compañía de Valle-Inclán y sus colegas, que he venido relatando aquí en los nueve últimos episodios, desde aquel lejano Pimiento picante en Ponferrada, con la visita a su cementerio. Cada entrega correspondería, más o menos, a una jornada novenaria, si bien son siete los días transcurridos.

Desde Piloña, dando un rodeo por Gijón, fuimos a Oviedo. El Legía tenía capricho en que su amigo el Peluquero conociera a don Ramón y nos llevó a la famosa Villa de Jovellanos. El viejo no estaba muy conforme pero aceptó.
Resultó ser otra encerrona de los malevos. El piso del Peluquero estaba frente al puerto deportivo, que fue casi lo único que vimos de la mentada villa, porque, además, oscurecía. Era otro dúplex de lujo y el Peluquero se dedicaba a cualquier cosa menos a la peluquería.

Explotaba a seis mujeres "De alto estandin", como repetía él una y otra vez. Y allí estaba la muestra, tres mulatas despampanantes y muy jóvenes que ofrecía como regalo de bienvenida a los amigos de sus amigos. Sabedor sin duda, por su colega el Legía, de la afición del manco de Vilanova por el "Género negro", según sus propias palabras, lo había previsto todo. Los tres macarras y las chicas miraban a Valle con descaro y una carcajada a punto de estallar. Eusebio lo miraba ansioso y yo miraba a las chavalas. A don Ramón se le empañaron las lentes.

¡Estos señores están de Ánimas y yo oficio!, dijo, humedeciendo los labios después de un pequeño retraso más que sospechoso, mientras estudiaba con fijeza a la más racial de las tres hembras.
Sebito pegó un zapatazo en el suelo, como un niño mosqueado. Le salió del alma o, más precisamente, de entre las piernas.
Don Ramón, que estaba a su lado, se puso de puntillas sobre los botines y le arrimó un mosquilón detrás de las orejas. ¡Os cornos do carayo, no cocees, potranco, que pronto verás a la tu Jaki!, berró el gallego.
Sebio agachó sus grandes orejas y se puso colorado como una amapola.

Don Ramón..., quiso terciar el Legía.
¡He dicho!, remachó el manco alzando la barba cual profeta del Antiguo Testamento.
Vale, vale, pero ¿tomaremos algo?
¡Sea!, concedió el de Vilanova.
Pon unos whiskys, dijo el Peluquero a una de las mulatas.
¡Nada de alcohol!, saltó el viejo sacudiendo el muñón con violencia.

Dos chicas servían unos whiskys mientras Porfirio sobaba a la tercera en un butacón. Sebito y yo bebimos sendos refrescos de limón y don Ramón gaseosa.
El Peluquero se había puesto a picar un montón de cocaína y preguntó quién quería, dirigiéndose a nosotros. Yo estaba muy cansado de andar todo el día de cementerio en cementerio y me temía un tute parecido por la noche, Valle nos había adelantado que celebraríamos el último Oficio de Difuntos en la Catedral de Oviedo, así que contesté alegremente, ¡Un poco!
¡Nones!, chilló Valle soltándome un boinazo en los morros. Carcajada general. ¿¡Pero qué clase de novicio es usted?!, siguió el chorreo, ¡Hasta más allá de las doce de esta noche, abstinencia total de lo Juno como de lo Jotro!, dijo remarcando mucho el sonido de la jota, como cuando nombraba a la Jaki, la novia gallega de su criado Usebio. El mocetón, mientras tanto, con el belfo colgante, no despegaba los ojos de la butaca de Porfirio.

El guardaespaldas y su chica esnifaron dos de las rayas que había alineado el Peluquero, y salieron del salón cogidos de la mano. Después esnifaron los otros cuatro socios, ellos y ellas.
A mí, después del boinazo, había terminado por abandonarme el buen ánimo y estaba fosco y silencioso. Valle bebía su gaseosa a pequeños sorbos y se pasaba la lengua por los labios y el borde del bigote, con una fijación casi extática en la morenaza que tenía sentada delante, su favorita.

Un rato después regresó Porfirio con su pareja y, cuando entraron, Valle se puso en pie con tal brusquedad que la chica lanzó un grito y dio un paso atrás.
¡Nos vamos!, anunció el inmortal arousano mirando al Legía.
Calma, don Ramón, nos sobra tiempo, contestó éste.
¡Non sobra, non, que la Catedral cierra a las nueve!
Son las ocho, en un cuarto de hora estamos en Oviedo.
¡Pues arreando!, cantó de nuevo Valle.    

Don Ramón quería llegar con tiempo suficiente para buscar un escondrijo en el interior del templo antes de su cierre. Al salir del portal, entraban dos tipejos con boinas caladas hasta los ojos. ¡Dos puteros!, pensé, sin prestarles mucha atención.
Después, camino de Oviedo, me venían una y otra vez a la memoria los rasgos del perfil de uno de ellos, entrevistos fugazmente. ¡Claro, eran Gila y Van Gogh!, dije en voz alta. Nadie contestó en el Mercedes. Valle, que viajaba en el asiento trasero, giró un poco el rostro hacia mí y me miró alzando la ceja derecha sobre sus lentes. Pero calló. La última vez que creí verlos fue en la plaza de la Catedral de León. ¿Me reservaban alguna jugarreta, seguían compinchados todos estos zombis, qué sorpresas me aguardaban todavía esa noche? ¡Cuanto mejor estaría con Porfirio y el Legía cenando en un buen restaurante con el político del Principedo, por más corrupto y putero que fuera!

Llegamos sobre las ocho y media y sólo nos cruzamos en la entrada con una beata que salía. Las naves estaban vacías y silenciosas. En el altar mayor parpadeaba una lamparilla que vista desde la distancia parecía una luciérnaga en la noche. El espíritu a punto de extinguirse, una guía para las almas del purgatorio...
La oscuridad era casi total. Nos deslizamos arrimados al muro de la nave derecha y entonces oímos cómo se cerraba una puerta en la otra nave y escuchamos unos pasos sobre el enlosado.
Don Ramón empujó a Sebito dentro de un confesionario y entró detrás mientras me decía en un susurro, ¡Apure, oveya!
El pobre Sebio había caído de culo sobre el asiento del confesor y quedó encajado allí, su corpachón le impedía revolverse. Valle, con esa ligereza de moza casadera de la que hacía gala en ocasiones, se subió en las piernas de su criado y se sentó, mientras me indicaba que me arrimara y cerrara la puerta del confesionario. Lo hice con dificultad, pero al fin logramos entrar los tres, yo de pie pegado a la puerta dándoles la espalda.

No sé el tiempo que pasó hasta que dejamos de escuchar ruidos dentro de la Catedral, pero a mí me cundió una eternidad. El manco me clavaba los botines en los glúteos y el espacio era tan justo que no podía cambiar de postura. Cuando al fin salimos estaba entumecido y apenas sentía las piernas.
Valle nos condujo hasta la angosta escalera que sube a la torre. Él iba delante y Sebito detrás empujado al viejo, en realidad lo subía casi en volandas. Con su cuerpazo de coloso tapaba por completo el hueco y la escasísima luz que iluminaba el interior de aquel caracol de piedra. Yo subía detrás, a cierta distancia, palpando los escalones que tenía delante, con piernas de palo y una fatiga tísica. Escuchaba las frases de aliento de don Ramón, del tipo, ¡Como Jenofonte y sus griegos, camino de la gloria! o, con más frecuencia, ¡Adiante, percebes!

Pasamos por tres o cuatro plataformas hasta desembocar en el campanario. En la penúltima no podía más, por el hueco del último tramo por donde ya se habían metido los gallegos, cacareé, ¡Estoy muerto, don Ramón, yo espero aquí!
Demoró la respuesta, tanto que ya me iba a sentar, cuando descendió su voz de ultratumba por el caracol, ¡¡Cagon las Pezuñas del Morlaco, cagon Cristo Difunto!! ¡Como tenga que bajar a buscarle le arranco las orejas, cabrito!
Más que la amenaza de perder mis pabellones auriculares me impresionó y me convenció la blasfemia, no era normal en don Ramón, él era un caballero pese a todas sus excentricidades.
Cuando llegué arriba me arrastraba como una babosa. Alcé la vista y vi al viejo que me esperaba con cara de atizarme un chisterazo, que duele más. Había cambiado en el Mercedes la boina por la chistera, ¡Para oficiar en grande!, como presumió, cucufato y solemne.

Pero fue magnánimo y sólo comentó por lo bajini, suspirando, ¡Válame el cielo, qué mochuelos me endosaron! Sebito contemplaba la ciudad de Vetusta, a sus pies.
Me tumbé de espaldas en el suelo del campanario recuperando el resuello. Desde el exterior llegaba una claridad fantasmal que se reflejaba en el techo y caía después sobre el bronce del conjunto de campanas, semejantes a enormes siluetas de monjes o siniestros derviches giróvagos. La Wamba presidía aquel aquelarre. Enorme y gorda, proyectaba sobre el piso un círculo mortal de sombra.
El manco me dejó descansar una buena media hora, creo que hasta me dormí y soñé un poco. Calculo que serían sobre las once cuando me despertó de un bocinazo, ¡Llegó la hora, empiezan los Oficios, cangrejos! Se sentó en el suelo e hizo que lo imitáramos formando un pequeño triángulo.

¡Ya que la Cofradía de Ánimas de esta Santa Iglesia Catedral, no ha querido colaborar con mi Obra Esotérica ofreciéndonos el Caldo de Difuntos, como es preceptivo, aquí traigo el sustituto que cumple el mandato del Iniciado!
Y dicho y hecho, sacó de la faltriquera una pieza pequeña de cecina, ¡Cabra machorra!, gritó triunfante mientras blandía la pata seca por encima de nuestras cabezas. Eusebio agachaba la suya para que su amo no le torciera la nariz de un cecinazo.
La faltriquera de Valle era mágica, un pozo sin fondo bajo la capa, ¡qué bárbaro! A continuación sacó su navaja de a tercia, aquella cheira que abierta parecía un espadón. Al verla, instintivamente, me llevé la mano al bolsillo trasero del pantalón y palpé. No daba crédito, ¡allí seguía la barbera de Vicente Van Gogh! ¿Qué pasa?, pensé, ¿Que llevo más de dos años sin cambiar de pantalón, o que cada vez que lo cambio vuelvo a meter la navaja en el bolso? No recordaba ni una cosa ni la otra.

El arosano ordenó a Sebito cortar unas lonchas y en un momento estábamos los tres, muerde que muerde, sin conseguir meter el diente a aquella carne más añeja y dura que la cara de Caín. No obstante, mientras yo me comía mi pedazo, el de Vilanova pudo con tres. ¡Ensalive, pollo, hay que ablandarla!, me decía con sorna y un brillo en la montura de los quevedos. Sí, ablandarla..., ¡menudos piños tiene el viejo zorro!
Tras la colación, y por indicación suya, nos sentamos en círculo bajo la Wamba tomados de las manos. Era tan espesa la oscuridad allí, que apenas alcanzaba a distinguir los rasgos de mis compañeros. Sebio, a su izquierda, le cogía al manco el extremo de la manga vacía.

Don Ramón María cayó entonces en uno de sus trances místicos con la cabeza alzada hacia la campana. Había encasquetado bien la chistera y con las largas barbas parecía un monje ortodoxo a punto de recibir los estigmas. Me apretaba tan fuerte la mano que me hacía daño. ¡Don Ramón, don Ramón!..., susurré en un hilo de voz. Inútil, el santo ya no habitaba el mundo de los vivos. Aguanté un rato y empecé a tirar. Imposible, era como intentar mover la torre de la Catedral, parecía petrificado.
Y de pronto se movió y empezó a murmurar una oración. Era un padrenuestro. Usebio se puso a seguir la voz de su amo, pero a mí no me salía el rezo. Gracias a eso me soltó la mano, aunque sólo fue para arrearme una colleja en el cogote.
¡Al loro, sacristán!, bramó el oficiante.

Acabamos el padrenuestro con avemaría, sin faltar el postre del gloriapatri, y tornó al éxtasis.

Gárgolas de la Catedral de Oviedo.


Plaza de la Catedral.
Oviedo.

Minutos después, vuelto en sí, nos endilgó un pequeño sermón preparatorio de lo que se avecinaba. ¡Íbamos a ser testigos privilegiados del Milagro Musical! En la Catedral de León me había querido introducir en el Milagro Visual de las vidrieras, pero la ausencia de Sebito aquella noche había malogrado la experiencia. ¡Faltaba el trío mágico de todo conciliábulo brujeril, la terna hermética, la bendición del Trismegistus!, dijo, ronco y enigmático, apretándome la mano.
Según el viejo, escucharíamos el Clamor, un toque único de esta noche de Ánimas que nos transportaría en arrobo contemplativo sonoro a las alturas celestiales, ¡A la derecha de Dios Padre!
Concluida su perorata, me pareció que el gigantesco badajo de la Wamba empezaba a moverse. Retiré un poco la cabeza por si acaso. A tiempo, porque me pasó a un centímetro de la nariz y tocó suavemente el borde del bronce.

¡Santa Bárbara bendita, no tengo palabras para describir aquello! Primero sentí un leve contacto metálico y a continuación un silencio total, profundísimo, pero un silencio sonoro de vibraciones concéntricas que fueron en aumento hasta parecerme que me iban a reventar los oídos y hacer estallar la cabeza. ¡¡Joooder!, grité, aunque no me oí. El badajo, que había vuelto al centro, se movió de nuevo hacia el extremo, lento, y yo quise soltarme de don Ramón para salir de allí, pero el viejo me sujetaba con zarpa de acero.
La segunda campanada ya me pareció menos potente porque la increíble ola sonora de la primera aún reverberaba en todo mi cuerpo. Las ondas se iban sucediendo unas a otras, superponiéndose y yo temblaba entero. Pensaba que todo Oviedo estaría en pie asustado. Llevaba muchos años viviendo en esa ciudad, ¿tan bien dormía que nunca me habían despertado aquellos campanazos?

¡Treinta campanadas oiga, treinta!, que luego sabría por don Ramón que eran las monedas de la Traición de Judas Iscariote. Hacia la mitad del tormento tuve la sensación de que levitaba al compás de las ondas ascendentes, vibraba como un diapasón, me pareció que todo yo era sonido y campana y badajo, sobre todo badajo.

No sé cómo no bajé las escaleras rodando, porque no recuerdo haber pisado el suelo. Sólo sentía la palpitación sonora revotando en las paredes del cráneo, pero sin sonido alguno, como si éste hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Sé que el manco nos dijo algo antes de bajar porque lo vi mover la boca y gesticular, pero no estaba para leer mensajes cifrados. Flotaba sordo en un silencio más hondo que la propia muerte. El final apropiado para una noche de Difuntos.

Cuando llegamos a la nave nos esperaba un cura en compañía de cuatro policías municipales.

Camulo Alonso Verga, Lín el de Ramona, berraco por hores, encalcetador de morcielles.

Pablo Carrera, gaita. Andrés Cueli, voz.  Ya-y cayó la fueya'l roble.

http://www.youtube.com/watch?v=pQYKji8zKJk

Ya-y cayó la fueya'l roble,
ya floreció la espinera,
ya canten los paxarinos,
ya llega la primavera.

Y a los árboles altos
los mueve el viento
y a los enamoraos
el sentimiento.

¡Salud, almas en pena!


Marcos Fernández, campanero.Toque de Clamor en Alfoz de Bricia, Cilleruelo de Bricia. Burgos.

https://www.youtube.com/watch?v=QFsJpjHl0x8

martes, 15 de octubre de 2013

Marcha atrás -5. Donde don Pelayo perdió pie


Bryonia dioica.  Nueza blanca.
Piloña. Asturias, otoño 2012.

Donde don Pelayo perdió pie


Ha pasado casi un año de los acontecimientos que vengo narrando en estos capítulos y dos meses desde el último episodio con el manco de Vilanova y sus amiguetes.

Con ellos quedé en lo alto de Pajares, camino de Asturias en el mercedes blanco del Legía, esperando que don Ramón Mª saliera de su nirvana budista, al que no sé si sería más exacto calificar de catalepsia, incluso de simple rigidez muscular y ósea, teniendo en cuenta la artrosis del vetusto arousano, al que le gustaría más el definitivo rigor mortis.

Me urge poner fin a este loco periplo de Difuntos, y puticlubs habría que añadir, antes de que regrese noviembre con sus fríos y sus nuevos muertos. Por eso este capítulo será breve, eso espero al menos, so pena de renunciar a parte de la historia.

El Narizotas no tenía negocios en Asturias, sólo quería controlar un par de locales, uno en las inmediaciones de Oviedo y el último en Gijón. En la capital conocía a otro político corrupto y putero de los de su cuerda con el que quería citarse, y en Gijón tenía un colega que había estado con él en la Legión, peluquero de profesión, según contaba riendo, y muy aficionado a la grifa, a la farlopa, a las putas y a lo que cayera.

Eusebio ya había espantado por completo la mona y con la dosis de chorizo del puerto había recuperado también el color rosado de sus mejillas, pero Valle seguía en el asiento trasero del automóvil, junto a su criado, mirándolo de reojo de cuando en cuando, sumido en un silencio poco habitual en él.

¿Qué le preocupa, don Ramón?, me atreví a preguntar al fin.
¡El corvejón!, saltó el viejo. ¡Se me encasquillan las rodillas haciendo el loto y veo las estrellas!
¡Será el éxtasis artríti... co!, no había terminado de decir la palabra y me soltó un boinazo coreado por una risotada general.
¡Usted limítese a su papel de tesinando y ya le daré yo entrada en escena cuando corresponda! ¡Qué carayo me va a preocupar, más que arrastrar conmigo a un rapaz a medio cocer y a un capador de lagartijas! ¡Vaya unas ayudas para mis incumplidos sueños de aventura!
Pero yo...
¡Ni peroyo ni peruyo!, ¡centola!

El Legía y Porfirio volvían a su ulular de coro bufo y el interior del mercedes era una grillera. Hasta cerca de Oviedo no hubo calma, cuando el guardaespaldas paró el coche junto a otra sala de fiestas como la de La Bañeza. Iba a ser una visita rápida y Don Ramón nos obligó a quedarnos mientras los malevos hacían su trabajo.

Yo había estado acariciando la idea de abandonar aquella barca de los locos y reintegrarme en mi hogar, aprovechando que pasaba al lado de casa, pero el genial gallego parecía volver a adivinarme el pensamiento, porque nada más quedarnos los tres solos me dice:

¡Aún no cumplió todo el Novenario de Ánimas, pollo!
¿¡Y qué hay que hacer!?, contesté con entusiasmo esperando que su humor se tornara favorable a mis propósitos.
¡Calceta! ¡¿Pero qué clase de becarios me endilgan estos burócratas celestiales?! ¡Aayyy de mis sueños!, suspiró, y continuó después en un soliloquio para sí, ¡Al cumplir los treinta años, hubieron de cercenarme el brazo y no sé si remontaron el vuelo o se quedaron mudos!...

Don Ramón..., musitó Sebito con cierto temblor en la voz, tal vez de preocupación por ver a su amo tan abatido, no era más que un niño asustado e indefenso en el cuerpo de un coloso. ¡Don Ramón!, repitió con algo más de aplomo.
¡Qué quieres, ternero!
¿Quién se quedó mudo?
¡Los sueños, modorro, los sueños de aventura! ¡Aaay!...

Porfirio y el Narizotas estuvieron poco tiempo en el puticlub, pero el mío se acaba y, como sospechaba, tendré que terminar el relato con una relación telegráfica de algunos hechos. Más adelante ya veremos si vuelvo al tema, la catarata de encuentros y peripecias es demasiado caudalosa para poder seguir su curso como quisiera.

Sebio, Valle y yo, dormimos en una casa de pueblo en el conceyu Piloña, porque don Ramón quería hacer las últimas visitas a cementerios de aquella zona. Porfirio y el Narizotas se fueron a Gijón y volvieron por la mañana.

Resulta cuando menos admirable la fidelidad y apego del Narizotas al viejo zombi que, por cierto, parecía conocer Asturias mejor que yo. En todo momento el legionario vigués y su colega el Porfirio atendieron, con puntualidad y largueza, los requerimientos y hasta los caprichos del manco, desde que salimos de Arousa. Estaban realmente a su servicio.
Y ese día nos pasearon por los camposantos que el maestro de ceremonias señaló, sin una mala cara ni un reproche, pero eso sí, con una ronda de espejo y polvos cada vez que volvíamos al mercedes. Ninguno de los tres lo probábamos, pero cuando los macarrones sacaban la papela de la perica, Valle-Inclán suspiraba, acompañando el suspiro con frases del tipo, ¡Ay de mi chibuquí! Andaba nostálgico, el pobre, de su Vilanova del alma...

En Infiesto, la cabeza del concejo, don Ramón pidió pasar el vado por donde el rey Pelayo cruzó a caballo el río Piloña camino de Covadonga en tiempo de moros. Nos obligó a Eusebio y a mí a descalzarnos para que lo ayudáramos a cruzar y que no se lo llevara la corriente. Sebito, más fuerte y pesado, aguantaba la mayor fuerza del agua cogiendo a su amo por el brazo bueno, mientras yo me coloqué a su izquierda, a sotavento de la corriente, sujetando la manga vacía del levitón del manco.

Con las perneras arremangadas, a la orilla del río, el loco genial alzó la voz antes de cruzar:

¡Adelante mi escudero, que mi caballo pie halla!...

Volvimos a la capital del Principedo por Gijón, y esa noche celebramos el último oficio de la Novena de Ánimas en la Catedral de Oviedo.

Victor Amarilio Tornadiello Fabones, localizador de toperas, tuercecuellos en caliente. 


Azam Ali.  In other worlds.  En otros mundos.



Salud

sábado, 17 de agosto de 2013

Marcha atrás -4. Tengo de subir al puertu


Oviedo. Asturias  2013.

Marcha atrás -4

Tengo de subir al puertu

Paramos en un local camino de Asturias, cerca de la raya, que había sido hostal en tiempos mejores. Desde la apertura de la autopista esta vía perdió el 80% del tráfico, seguían utilizándola los escasos habitantes de los pueblos altos, y algunos viajantes y transportistas por los elevados precios del peaje, o por trabajo. Las minas o habían cerrado o estaban a punto de hacerlo.

El localón, en una llanada antes de la zona más abrupta del recorrido, en un punto alejado de cualquier núcleo habitado, había servido también de hospedaje a muchos aficionados a la nieve, pero la decadencia de la estación de esquí era también manifiesta y acabaron cerrando el hostal. El traspaso lo cogió un dúo ya habitual, él minero retirado de la cuenca de Santa Lucía y ella portuguesa miñota. Controlaban a media docena de prostitutas y el Legía tenía una cita con la pareja.

Sólo entraron Porfirio y el Narizotas porque don Ramón se negó a abandonar a su criado y dejarlo a mi exclusivo cuidado, mientras Sebito seguía roncando como un hipopótamo ajeno al mundo.

Tardaron una hora en volver al Mercedes y a mi me daba un sueño terrible, pero Valle no me dejaba dormir, ¡Al loro, camarón!, decía cuando se me cerraban los ojos o se me caía la cabeza sobre el pecho.

En lo alto de Pajares Porfirio, que era quien conducía desde la salida de León, le hizo un guiño a su jefe, cruzó la carretera hacia el aparcamiento del antiguo Parador Nacional, derrapando y frenando casi al borde del murete que da vista al valle del Huerna. Sebio, que hasta ahí seguía roncando, se fue con todo el peso muerto de su corpachón sobre el pobre manco, que cayó al suelo aplastado, con su criado encima.
Las risotadas de los dos malevos no encontraron eco esta vez en don Ramón, que se sacudía a Eusebio del lomo y se colocaba de nuevo las lentes.

¡¿Donde está mi bastón?!, gritó Valle con los pómulos encendidos y chispas en los ojos. Sebito, que no acababa de despertar del todo, nos miraba con cara de pánfilo.
Está en el maletero, don Ramón, cálmese; dijo ya más serio el legionario.
¡Ni calmas ni fandangos, me habéis pillado a traición sin el garrote, que si no como me llamo Ramón José Simón María Bermúdez de la Peña y Montenegro del Valle-Inclán, que esta afrenta no pasaba sin su justa dosis de jarabe de palo, malandrines!
Volvieron las carcajadas hasta que el de Vilanova enarboló la gorra y nos echó del Mercedes a boinazos, incluído a Sebito, que también reía, más despejado.

Porfirio sacó del coche una bolsa que traían cuando salieron del puticlub, con embutidos de la zona, queso y un par de botellas de vino casero. Por orden más que indicación del manco, bajamos hasta un prado desde el que se dominaba todo el paisaje. El día era soleado y muy guapo, primaveral, todavía se veían brillar los neveros de Peña Ubiña, en el horizonte más al norte las sierras de Quirós y  Pola Lena y en primer termino las humbrías del valle del Pajares.

Comimos como gochinos, sobre todo Sebito que iba recuperando la color a medida que embutía chorizo, en cambio Valle parecia desganado y se retiró unos metros del lugar donde comíamos para sentarse mirando al fondo del valle con las piernas cruzadas y el torso erguido, en la posición del loto. Pero antes reconvino severamente al atolondrado mocetón, ¡Usebio, ni huelas el morapio mientras yo medito!¡Te voy a husmear el aliento y como te halle en pecado mortal te mando con la tu Jaki en el primer correo que salga de Avilés!
Sebio lo miraba con las orejas gachas, pero nosotros tres reíamos otra vez a carcajadas. El manco se volvió hacia mí y apuntándome con el muñón me dice, ¡Y usted, cataplasma, vigíleme a este zampabollos o le voy a enseñar la disciplina inglesa en griego moderno!

Después de comer y beber, a mí me entró un sopor que me dominaba, algo parecido debía pasarle a los demás porque Sebito se tumbó hacia atrás y se quedó dormido inmediatamente. Los malevos sacaron sus polvos para estimularse y al cabo de un rato, inquietos y excitados, decidieron volver al puticlub, que no distaba más de cinco kilómetros de la raya. Don Ramón continuaba sumido en su viaje astral.
Resistí cuanto pude, pero al calor de la digestión, del cansancio y del solín que nos templaba el cuerpo, acabé por caer rendido y me dormí también.

Regresaron al cabo de unas dos horas, el sol declinaba cercano ya al horizonte, desperté cuando se acercaron. Sebito roncaba a mi lado.

El gallego no se había movido del sitio pero, en la misma posición en la que lo dejamos, se había caído hacia atrás y apoyaba ahora la espalda contra la hierba con las piernas en el aire, mirando al cielo, rígido. Nos acercamos. En realidad no miraba al cielo porque tenía los ojos cerrados, estaba tieso, como muerto.
¡Don Ramón!, lo llamé un poco asustado. Nada, el viejo no respondía. ¡Don Ramón!, repetí la llamada con más fuerza. Pero Valle parecía definitivamente momificado, como si no respirara ya. En ese momento despertó Eusebio y se unió a nosotros. Al ver a su amo en ese estado se asustó y, nervioso, no se le ocurrió otra cosa que agarrarle las barbas de chivo y pegarle un tirón como para arrancárselas.

El manco abrió los ojos de golpe y nos miró con un odio concentrado buscando al culpable del tirón, sin cambiar de postura, todos nos habíamos apartado ya por precaución. Volvió a cerrar los ojos y entró de nuevo en catalepsia, rígido como un tablón.
Estuvimos unos minutos contemplándolo divertidos, hasta que el Narizotas nos hizo un gesto con las napias y lo agarramos cada uno por un lado. Pero fue echarle mano y despertar, y dice el viejo rabioso, remarcando bien cada sílaba:

¡Al que me apalpe lo escrismo!


Arcadio Turronero Caleya, pisapapeles, rapador de pación.


Lorena Corripio.   Al pasar por el puertu.


¡Salud!

viernes, 16 de agosto de 2013

Marcha atrás -3. Camino de Asturias


El Aramo desde Oviedo.
Asturias, primavera 2013.


Marcha atrás -3

Camino de Asturias


Reflexionaba en el silencio de la Catedral de León, aterido, sobre el final de un cuento de Valle-Inclán intitulado A media noche, a propósito de esa costumbre que tenía el viejo zorro de rematar sus historias sin resolverlas, o dejando en el aire la acción. Un maestro del suspense el manco de Vilanova.
No sé si en ese cuento pasa lo mismo, pero trataba de recordar sobre todo la frase final, sin resultado, así que le pregunté a don Ramón, que resoplaba adormilado a mi vera.

Pero de las viejas historias, de los viejos caminos, nunca se sabe el fin, me dijo apenas en un susurro tardando en contestar, como si acabara de emerger de un panteón.

Antes de asentarnos en el coro tuvimos que completar tres vueltas a la girola en sentido contrario a las agujas del reloj. El santurrón paraba en cada capilla, se apeaba la boina de Baroja y agachaba la cabeza en respetuoso gesto de humillación, vigilando que yo repitiera sus esparavanes.

Al pasar junto al sepulcro en piedra del infante don Alfonso, asesinado por su hermano y enterrado sin cabeza para curarse en brujerías, le malmetí, ¿Qué hay del fantasma de la Catedral, don Ramón?
Se paró, se acercó a la tumba y apoyando la mano en la lápida dijo, ¡Pamplinas!, y con burla escatológica me dedicó una pedorreta, que sonó en el silencio de la nave como si se hubiera cagado en su lecho de piedra el mismo don Alfonso. Un escalofrío me recorrió el espinazo.

El coro es uno de los puntos del máximo interés para Valle. Como ocurriera en Astorga, estuvo largo rato en contemplación extasiada frente algunos tronos, maravillado como un niño ante las extrañas figuras que adornaban los doseles y los brazos de la sillería, acariciando las tallas más demoníacas, pulidas ya por los siglos y las pálidas manos monjiles de los miles de canónigos que en ellas asentaron sus posaderas. Los adornos de las misericordias nos lanzaban sospechosos guiños negros desde la oscuridad casi absoluta del interior del templo.

Y allí nos quedamos a pasar la noche, arrumbados en el coro de mala manera, sobre dos sillones fríos y duros. Sin embargo don Ramón no tardó en adormecerse. Yo tenía tanto frío y estaba tan incómodo que no pude pegar ojo.
Recordaba las historias que se contaban cuando estudiaba en la ciudad, sobre gente que se había quedado en interior de la Catedral a pasar la noche con la idea de experimentar no sé qué clase de vibraciones místicas de aquel mágico lugar. Las únicas vibraciones que sentí fueron los temblores del frío que hacía allí dentro, mientras Valle roncaba a mi lado con la boca abierta en todo semejante a un monstruo peludo con quevedos, pero real.

No quería despertarlo bruscamente otra vez con el truco de Tejerina, porque lo intenté varias veces durante un rato susurrando casi en su oreja, ¡Don Ramón, don Ramón!...
Pero el santo sólo respondía con un ronquido más potente, así que al fin le agarré la manga y tiré suavemente de ella.
¡Quién anda ahí!, chilló dando un salto.
Está amaneciendo, don Ramón.
¡Ya amaneció, capullo, no lo ve!
Llevo un rato intentando despertarlo...
Por toda respuesta me soltó un boinazo que no esperaba, pero me dio la risa y me aparté por si lo intentaba de nuevo.
¡Vamos, no hay nada que hacer, los rayos del sol no inciden ya en las claves ocultas de la vidriera, pasó de largo!

Don Ramón hizo una reverencia al altar mayor y salimos de nuevo en silencio por la Puerta de la Muerte. Hacia el este se alzaba ya el sol por encima de los tejados del caserío.

Llegamos al apartamento junto al dúplex, casi un piso, sin cruzar una sola palabra, evitaba mirarme. Teníamos una habitación con dos camas y nos echamos. No llevábamos ni una hora dormidos cuando vino a despertarnos la portuguesa espantada: ¡una chica del dúplex llegó chillando que Eusebio no respondía!...
Don Ramón saltó del lecho como si hubiera fuego y sin vestirse, con sus calzoncillos marianos, corrió detrás de la portuguesa como un padre a la llamada de un hijo en peligro.

Eusebio, espatarrado boca arriba, desnudo sobre la cama de la chica con la que pasaba la noche, tenía un pedo que no se meneaba, apestaba a alcohol.
¡Usebio, Usebio, le decía cariñoso el manco dándole palmadinas en el rostro rubicundo. Pero Sebito parecía, en efecto, haber perdido el conocimiento.
Don Ramón quería llamar a una ambulancia, menos mal que apareció Porfirio, cargamos con el gigante entre todos y lo llevamos en el Mercedes a un ambulatorio, donde tenía consulta un amigo del Legía, ¡Un amigo, manque sea Satanás!, decía Valle con cara de real preocupación.

Un lavado de estómago, unas vitaminas, un suero y dos horas de reposo tumbado en una camilla, y nos lo devolvieron otra vez, tambaleante, pero cuan grande era. Don Ramón no dejó de velar a su criado en ningún momento y tampoco permitió que yo fuera a visitar a mis amigos y que me apartara de su lado, ¡Puedo necesitar que me eche una mano, carallo!, y no hubo réplica.

¡Vamos, Cristobalón!, animaba con ternura Valle al gigante empujándolo suavemente por los pasillos del ambulatorio, camino de la salida.

Era ya mediodía cuando vinieron Porfirio y el Narizotas a buscarnos y salimos en dirección a la antigua carretera de Asturias, por el Puerto de Pajares. Valle se subió detrás para cuidar al rapazón, que nada más sentarse en el asiento central, el suyo habitual, apoyó la cabeza en la bandeja posterior y se quedó dormido. El manco lo miraba con pena y esa solicitud suya tan niñona y tierna que parece imposible en un carácter impulsivo, y a veces agrio, como el del genial zombi.

Estaba lánguido lánguido el viejín. Y cansado sin duda, yo mismo me sentía arrasado y eso que no habíamos hecho más exceso que el poco dormir.

Rutilio Godello da Chispa, surfista de secano, afilador. 

(continuará...)


¡Salud!

martes, 16 de julio de 2013

Marcha atrás -2. La Pulchra Leonina


Luces de otro mundo. 2013.

La  Pulchra leonina


¡Pazguato, es un pazguato!, repetía Valle enfurecido a la puerta del cementerio donde llevábamos diez minutos esperando.

¡Usebiooo, Usebiooo!, llamaba el manco con más rabia que volumen. ¡Ande, mándele una voz que usted tiene cuerdas más jóvenes!, me animó.
¡Pero yo fumo como un vaporetto, don Ramón, me falta fuelle!
¡Ándele, haragán, suéltele un ladrido a ese mastuerzo a ver si espabila!, azuzó el viejo.
Pero en lugar de voz me salió una mezcla de ronquido y carraspeo que se lo tragó la oscuridad como si tal cosa.
¡Será sarnoso!, dice el cabrito alzando los brazos al cielo, ¡Cuando volvamos al humilladero recuérdeme que le prepare una tisana de salvia, Caruso! ¡Vamos, se nos acaba el tiempo!, añadió premioso, ¡Ya aparecerá!, y echó a andar.

Había poca gente por las calles y una iluminación pobre en Laionsiti esa tarde. Cuando llegamos al centro escuchamos las campanadas de un reloj dando las nueve. Cruzando la plaza de la catedral vi dos siluetas que me parecieron familiares, desaparecían por una callejuela lateral al otro extremo. Juraría que eran Gila y Van Gogh, porque al que tomé por el holandés se giró antes de hundirse en la negrura y no le vi la oreja. Claro que, estaban demasiado lejos y no podría asegurar al cien por cien que eran ellos.

Me detuve un momento intrigado por aquella aparición inesperada y pensando qué negocios se traerían entre manos esos dos célebres, sospechaba alguna inteligencia con el manco y esto me inquietaba. Valle, que había penetrado ya en el atrio, me hacía señas de que me acercara.
¡Ya cerraron!, le dije desde lejos, e imagino que se me debió notar el tono de alivio, porque la verdad es que no me apetecía nada otra sesión de espiritismo con el manco. Pero Valle insistía en sus gestos.
Cuando llegué a la verja me dice casi en un susurro, ¡Déjese de majaderías, no hay cerrojo que resista la fe de un iniciado!

El templo parecía, en efecto, cerrado. Sin embargo me adelanté y la puerta cedió al empujarla. No era normal que hubiese culto, ni siquiera que estuviera abierta la catedral a esas horas. Quizá fueran los Oficios de Ánimas, la Novena, porque escuché una mezcla de sonidos, el bisbiseo de las oraciones y como el eco de algún canto religioso tipo responso, de misa de difuntos, vamos, hasta me pareció oír el roncón de un órgano...
¡Al loro, pelanas!, berreó el manco al pasar de largo a mi lado dirigiéndose hacia la fachada sur. Lo seguí en silencio sin saber qué buscaba ahora, todavía con la mosca tras la oreja pensando en los otros dos lebreles.
¡Recuerde, gaznápiro!, me dice misterioso cuando lo alcancé y llegamos a las puertas, señalando, de las tres, la izquierda, ¡Ésta es la entrada de los elegidos, la de la Muerte!.

Se quitó la boina y se quedó traspuesto mirando la figura en piedra de un esqueleto con alas que en la oscuridad parecía aletear como un murciélago.

Aullaban nigrománticos los perros, reían las gárgolas con mueca soturna.

¡Don Ramón!..., musité.
Pero el santo estaba en trance y sus oídos no eran ya de este mundo, como cuando se extasiaba debajo del pino de la isla de Arosa mirando las luces de A Pobra do Caramiñal, al otro lado de la ría.
El tiempo pasaba y empezaba a hacer frío. Decidí echar mano del recurso que me había enseñado Saturnino, el excriado del viejo, ahora de pistolas en el Constantinopla.
¡Tejerina!, le dije casi a la oreja.
¡Hijoputa!, chilló Valle dando un saltín. Y un poco recuperado ya del susto, añadió, agarrándome por la oreja izquierda, ¿¡Qué pretende, berzotas, liquidarme de un síncope! ¡Que sea la última vez que me mienta a la bicha! ¡Arreando, que es gerundio!
¡Don Ramón!, le dije en un último intento por torear aquel bicho, ¡Nos falta Sebito!
¡Para esta fritanga no necesitamos pinche de cocina! ¡Adelante!, y empujando la puerta entró.

Me pegué a su levita siguiéndolo porque la oscuridad en el interior era casi absoluta y yo estaba algo impresionado, he de reconocerlo. Se filtraba una leve claridad por las legendarias vidrieras que dibujaban sobre los muros sus motivos y colores todo a lo largo de la nave. Era un espectáculo maravilloso y fascinante a un tiempo, como planos fijos de un cine mudo, cuadros, que sin embargo temblaban dotados de vida al influjo de la escasísima luz que llegaba del exterior.

Pero antes que las vidrieras, lo primero que me impresionó fue el silencio. Ni cánticos ni oraciones, ¿qué fue lo que oí yo, entonces, al abrir la puerta de entrada habitual?.
¡Don Ramón...!
¡Silencio, carallo!, me cortó Valle enérgico, pero sin alzar la voz.
Caminamos por la nave retrocediendo hasta la puerta principal, sonaban nuestros pasos en las losas como gotas de agua que caen en el lago de una cueva profunda. Al llegar, se detuvo mirando el rosetón central.
¡Aquí, usted que se dice amante de Grecia, en ese ojo mágico, por ese Aleph aspiré un atardecer la fragancia de sus islas doradas, aquí se detuvo el tiempo para mí y alcancé un vislumbre de la eternidad!...
¡Y un día!..., se me ocurrió rematar. ¡Nunca lo hiciera!. Descargó un bastonazo con toda la mala leche de que fue capaz, menos mal que últimamente olvidaba el bastón en el Mercedes, no obstante yo ya había dado un salto hacia atrás, pero él, con el impulso, se fue de morros al suelo.
Ya no era la primera vez que veía al pobre manco rodando delante de mí y volví a sentir lástima por él.

Rechazó mi ayuda llenándome de improperios, sentado en el frío suelo. Le alcancé los lentes, que no habían sufrido daño. Me los arrebató de la mano con un gesto brusco, mirándome con una mezcla de odio y sorna, ¡el cabrito parecía estar calculando cómo y dónde metérmela doblada!
¡Quién me mandará a mí aceptar estos catecúmenos!, dijo con mal disimulada resignación, y bufó después como un hoyo soplador.
¡Lo siento, maestro!
¡Ni maestro ni gaitas, estamos en sagrado, no me empuje al sacrilegio, pollo!

Lo mejor era callar. Se levantó de un brinco como una moza saltando la sebe.
¡Tal vez debí ponerlo en antecedentes de lo que haríamos esta noche!...
¿Qué?
¡Acompáñeme!

Enfiló muy despacio por la otra nave de la girola, esta vez en dirección a la cabecera del templo, con los ojos vueltos a lo alto. La oscuridad era aún mayor en esa nave, íbamos casi pegados al muro norte de la iglesia, el ala menos iluminada y diáfana de la Catedral. Yo empezaba a habituarme un poco al lugar.
Se paró frente a la famosa vidriera de La caza y me señaló la imagen del Alquimista trabajando en su oficio.

¡Quiero ver cómo los primeros rayos del sol revelan el misterio alquímico en esos vidrios!, dijo,  poseído y algebraico.
¡Acabáramos!, pensé. Por fortuna, en apenas cinco minutos parecía haber olvidado ya nuestras humanas diferencias...

(continuará) 
   
Gundoberto Salmerón Carrasclás, limpiacristales, pulidor.

El órgano y los vidrieras de la Catedral de León.

http://www.youtube.com/watch?v=i8n_g943tlg


Salud.


lunes, 15 de julio de 2013

Marcha atrás. Mirada retrospectiva


Bueeeno..., alguna vez sí.

Mirada retrospectiva


Cuando mediada la mañana salimos hacia Asturias en el Mercedes blanco del Legía por la carretera nacional del Puerto de Pajares, a las afueras ya de León y a la altura del antiguo sanatorio Antituberculoso, tuve la viva impresión de estar metido en una de aquellas novelitas de Valle-Inclán que no tenían final, o lo tenían inesperado, abrupto y sin solución a la vista, como un desenlace provisional, con una acción y un ritmo que parecían retroceder en lugar de avanzar, y cuyos títulos hacían referencia a escenarios que los lectores nunca llegábamos a ver, y ni siquiera los protagonistas, abandonados en geografías desconocidas, en cunetas y terrenos embarrados, montañas y bosques sombríos, a menudo hostiles, de Galicia o el País Vasco...

Conducía Porfirio y de copiloto viajaba esta vez su jefe, el Narizotas. Don Ramón ocupaba un asiento junto a Eusebio, que seguía en el centro roncando cual era su costumbre. El manco quiso sentarse junto a su criado para velar por él, según dijo.
La noche precedente en León había sido toda una odisea. La resumiré para no empezar ya alargando el escrito.

Yo quise despedirme hasta el día siguiente porque tenía amigos en la ciudad y pensaba hacerles una visita, pero el manco me agarró por un brazo y me dice, ¡Quieto, fiera, que aún has de oficiar de monago esta tarde y noche!.

No sirvieron peros, imposible negarle un capricho al viejo loco cuando lo manifestaba con esa vehemencia tan suya.
Sebito seguía con la cabeza gacha, enfurruñado todavía por el veto venéreo de su amo en La Bañeza. El manco lo miraba de reojo por encima de los quevedos y va y le suelta, ¡Déixa alá os conios, carallo!

El plan de don Ramón, sin más explicación, era pasar por el cementerio y después por la Catedral. Pero antes nos tomamos un pequeño refrigerio de morcilla de Matachana y chorizo de la tierra en el apartamento de la portuguesa de Coimbra y el minero de Laciana, que controlaban a las chicas del dúplex. El Narizotas y su compinche tenían una cita con un par de políticos con los que cenarían esa noche.

Don Ramón iba casi trotando camino de un cementerio que yo no conocía, era tarde y no hacía calor. El viejo nos apuraba porque quizás temía que la Catedral ya estuviera cerrada a la vuelta. O eso pensé yo, no hay quién le saque clavo y no nos informó de nada.
Llegamos con la lengua fuera a una zona esquinada del camposanto con pequeñas lápidas en el suelo, sin nombres, sólo con algún signo o leyenda. Se repetían las circunstancias de Ponferrada y también el rito que siguió.

Frente a una lápida de blanca caliza se detuvo el de Vilanova muy ceremonioso. Nos indicó con un gesto que ocupáramos nuestros puestos y se quitó la boina de Baroja que llevaba esa tarde. Y de pronto lo veo sacar de debajo del levitón una paletilla acecinada de cabra que dejó con delicadeza femenil sobre la piedra. A duras penas aguanté la risa, porque además el manco me lanzaba miradas atravesadas sobre sus lentes, como el cura que pilló al monguillo cascándosela durante la consagración.

No se me olvidó la leyenda grabada en aquella lápida:

Más chivó el chivo
y más no digo
que diga el chivo

¿Dónde se había agenciado la cecina de chivo, el castrón?. A eso se negó a responder, pero supuse que la traía ya desde Astorga, o incluso del Bierzo. Estuvimos juntos casi todo el tiempo excepto algunas horas nocturnas en esos lugares, ¡porque no creo que se la dieran en el Constantinopla!.

Nos fuimos con noche cerrada, aunque tal vez no serían más allá de las ocho de la tarde. Nos llevaba afogaos el viejo, camino de la verja de salida, hasta que en un momento dejé de sentir las pisadas de Sebio detrás de min, mientras por delante veía que se perdían en la oscuridad los botines de don Ramón...

(continuará)

Torcuato Fernández Parranda, salmista, chiflador.


Cherry Poppin 'Daddies.   Brown Derby Jump.



Buenas noches.

martes, 7 de mayo de 2013

De Astorga a Asturias


Los Picos de Europa desde el cementerio de Anayo
Asturias, noviembre  2012.

De cismontanos a trasmontanos


Entre las visitas al cementerio de Ponferrada, a la cripta funeraria de los marqueses de Astorga en la Catedral, y las que hicimos a camposantos de León y Asturias, donde repetimos el Oficio berciano, casi cumplimos con la novena de Ánimas.

Es curiosa esta afición del manco de Vilanova a los difuntos. Pero más curiosa aún si pensamos que al mismo tiempo íbamos conociendo algunos afamados puticlubs de la comarca. Uno cerca de La Bañeza, otro en pleno Páramo, un tercero en los alrededores de León y el cuarto ya camino de Asturias. Pero antes recalamos en la capital leonesa, donde el Legía tenía otro dúplex de lujo con siete chicas.

Al final cambiamos la ruta prevista y en lugar de regresar a Vilanova nos fuimos a León, el Legía había dejado algunas cosas por resolver. Pero para ir dimos ese rodeo por La Bañeza y El Páramo. El legionario tenía que ver dos, así llamadas, salas de fiesta.
La primera, un localón desangelado y solitario al pie de la nacional, era de un conocido suyo con el que quería tratar algún negocio. En el camino pude deducir de qué iba, por algunas frases sueltas que el Narizotas intercambió con su guardaespaldas, Porfirio, que seguía ocupando el asiento trasero del Mercedes junto a Sebito y a mí.

Era a media mañana y el local parecía cerrado. En el aparcamiento había un BMV y un Mercedes blanco gemelo del nuestro. Salió sólo el Legía, dio una voz y al poco asomó una mujer despeinada por una ventana del piso superior.

¡Qué quieres, está cerrado, no lo ves?!, dijo con voz ronca.
¿Está el Patillas?, preguntó el Narizotas sin inmutarse.
La hembra lo miró de hito en hito y contestó con guasa gallega, ¡Depende!
¡Déjate de hostias y dile que está aquí el Legía, y espabila!.

La mujer cerró la ventana y pocos minutos después apareció en una puerta lateral del puticlub. El Legía hizo una seña a Porfirio, que bajó y se unió a su jefe. Don Ramón, sin encomendarse a dios ni al diablo, salió también y arreó detrás de ellos. Eusebio y yo quedamos en el coche.

El criado de Valle-Inclán era un rapazón sentimental que en cuanto se veía solo tornaba a la su Jaki, allá en su Vilanova del alma. Me la pintaba con tan vivos colores, parecía tan apenado por llevar tanto tiempo sin verla y me aburrió de tal manera, que no pude evitar preguntar con sonrisa maligna, imitando a su amo, ¿Y la rubia?.
Se le puso la cara como el pimiento picante ponferradino de don Ramón y sonrió con una mezcla de culpa y picardía, mirando a continuación hacia la sala de fiestas, como si adivinase que allí pudiera haber otra rubita para él.

Del puticlub salió esta vez Porfirio y nos indicó que entráramos.

Secundados por un gorila que no abrió la boca en todo el rato y que me recordaba al criado de Tejerina, la mujer de Valle, el Legía y el Patillas estaban sentados en los pubs de una barra americana. Detrás servía la mujer que nos había abierto. Tenían delante un plato de calamares fritos y unos vasos de vino. Parece que habíamos despertado al Patillas, que desayunaba un whisky seco. Hablaban de mujeres.
El Patillas las gastaba de macheta, las patillas, de picador portugués, garrochero o de rocker, y estaban escuchando rockabilly en ese momento. Don Ramón había ido al retrete.

Nos sentamos y la mujer puso otros dos vasos. En un momento el Narizotas nos hizo la siguiente proposición. El Patillas tenía dos chavalas nuevas y quería que uno de nosotros probara una. Porfirio cataría la otra, eso dijo.
Sebito me miró, abrió la boca con un gesto de ansiedad y agarró el vaso, que le temblaba en la mano. No tenía muchas ganas de baile a esas horas y dije, ¡Yo paso!. Una sonrisa ancha iluminó el rostro del gigante, que enrojeció de nuevo cuando los dos macarras soltaron sendas carcajadas. El Patillas lo jaleó, ¡Vale, machote, no te arrepentirás! El rapazón por toda respuesta apuró el vaso de un trago.

El malevo bañezano se dirigió a la mujer y le dijo que avisara a las chicas. Sebio tenía las orejas coloradas como cerezas y se frotaba las manos nervioso, incapaz de estarse quieto en su asiento.
Mientras esperábamos, pude atar algunos cabos sueltos, de lo que había escuchado en el viaje y de lo que hablaban ahora. Parece que tenían poco tiempo a las mujeres en cada puticlub, cada cuatro o cinco meses las cambiaban, excepto alguna en particular que resultara especialmente rentable en un lugar concreto. Caprichos de los puteros. Pero incluso a éstas, por lo que entendí, convenía moverles el culo más pronto o más tarde, los lazos sentimentales con los clientes siempre eran una fuente de problemas.

Cuando volvió del váter Don Ramón, Eusebio se servía otro vaso de vino.

¡Tsiiíííí, quieto ahí!, gritó el viejo desde lejos cuando vio a su criado dispuesto a empinar el codo. ¡Te tengo dicho que no bebas, que no te sienta, carallo! ¡No te traje para tener que cuidar de ti, sino para que me eches la mano que me falta cuando sea preciso! ¡Come calamares que no quiero oír por Vilanova que no te doy de comer!, añadió corajudo arrebatándole el vaso al mocetón al llegar a su altura.

Valle no estaba al tanto del montaje venéreo que preparaban los dos compinches y cuando al poco bajaron las chicas nos miró uno por uno como si sospechara cualquier encerrona.
Eran muy jóvenes, como la mayoría de las que habíamos visto en los otros locales, ventipocos. Una de ellas era ucraniana, delgada, de piel muy pálida y pelo corto casi albino, con una mirada lánguida, labios finos y rasgos delicados. Enseguida vi que había hecho tilín a Sebito, y ella lo vio antes, por supuesto. Las orejas del criado parecían a punto de sangrar, rubicundo de ojos azul claro y piel blanca parecida a la de la chica, tenía los ojos encendidos y no le quitaba ojo.

¿Te gusta?, le preguntó el Patillas guiñándole un ojo.
Eusebio miró a don Ramón como el perro que espera el cuscús y el manco le devolvió una mirada severa, empezando quizás a comprender de qué iba la historia.
¡Hay que probar la mercancía antes de comprar, don Ramón!, se rió el Legía. ¡Venga, al asunto, que hay mucho curro por hacer todavía!
La ucraniana se acercó a Sebito y lo cogió de la mano.
¡¿Donde crees que vas, berraco!?, saltó el manco como una fiera mirando a su criado. Sebio agachó la cabeza y miró al Narizotas.
¡Déjelo que desfogue un poco, cojones, no ve que se gustan!, volvió a reír el macarrón.
¡Tú mandas a Porfirio pero a este potro de percherón lo gobierno yo!, contestó el viejo terminante sin dar lugar a más réplicas.
¿No quieres subir?, me preguntó entonces a mí el Legía viendo que me llamaba la atención la otra chica, una paraguaya aindiada de formas exhuberantes y mirada ardiente. Tardé en contestar y Valle me atajó cuando lo iba a hacer.
¡Éste viene cumpliendo el noviciado y estamos en semana de Ánimas!, y añadió, ¡No le conviene el trato carnal! La risotada fue general.

Porfirio, que era un pichabrava y ya venía de probar el día antes en León a dos chicas nuevas del dúplex según contó después su jefe, subió con las dos.

En el Ambulatorio.
León  2012

Antes de despedirnos, el Patillas nos llevó a comer unas ancas de rana en el Túnel, un bar a la entrada de la Bañeza llegando de Galicia, donde las hacían de muerte.
¡Eran enormes, pero no sabían a nada!.

Después, ya en el Mercedes, pensaba que algo fallaba además de la insipidez de las ancas. Y caí en la cuenta porque recordé a Emilio el Pertiguero, el sacristán de Astorga. El dueño del Túnel había muerto también hacía muchos años y el bar acabó cerrando, y estábamos en noviembre, ¿desde cuándo hay ancas de rana del país en ese mes?. Es evidente, eran congeladas o de ranafactoría. Eso podía explicar el tamaño y la falta de sabor pero, ¿y el tí Candongo, el dueño del Túnel, que nos atendió? Yo lo conocía desde niño y me saludó, dentro de la adustez habitual que cararacterizaba a aquel hombre. ¿Estaba entonces vivo o muerto, soñaba o todo era real? Miré a mis compañeros de viaje y no encontraba nada anormal

¡Qué le pasa, parece que vio al Pezuñas!, cizañó el de Vilanova girándose. Teniendo de frente al chivo enfocándome con los quevedos, no contesté.

Sebito iba silencioso y mohíno camino de León. Paramos por la tarde en otro local del Páramo y no quiso bajar. El Legía no conocía al dueño, pero el Patillas le había hablado de las putas y quería ver el ganao, así se expresó.
Era un sitio de mala muerte, mitad discoteca de pueblo mitad hostal de carretera en medio de la nada, o mejor dicho en medio de un campo de alubias. El jaleo no había comenzado y sólo había dos mujeres detrás de una barra charlando con un par de clientes, y otra pareja en una mesa en un rincón oscuro.
Tomamos unos cacharros y arrancamos para León. El Legía debía entrevistarse esa misma noche con un par de políticos corruptos y puteros con puestos importantes en la Junta y el Ayuntamiento.

Aún hicimos otra parada puteril, aunque sin interés, antes de llegar e instalarnos en otro apartamento en el mismo bloque del dúplex, donde vivía una pareja de Villablino, él silicoso jubilado de la mina, de pistolas, y ella portuguesa de Coimbra, la madama, encargados de controlar el piso y a las fulanas. Se repetía, casi calcada, la situación de Ponferrada. ¿Porqué el Narizotas escogía a estos, digamos, administradores? Misterio. Allí cenamos y allí dormiríamos después de una noche loca en la que tuvimos que llevar a Sebito a urgencias del Ambulatorio, por un coma etílico después de haber escapado de la vigilancia de don Ramón.

¡Usebio, Usebio!, le decía el manco al oído con mimo de padre, ¡Mira que te tengo avisado, que no te metas en cosas de hombres, que tienes cuerpo pero te falta un recocido, so bobón!

Domitilo Tornero, calibrador de bragueros, ortopeda.


Dark la eMe con Arma X.   Despierta.



Salud