lunes, 28 de mayo de 2012

Sombras en la terraza: invierno


León, febrero 2012.

Román.

Román murió muy joven, tenía 15 años cuando cayó por el respiradero de una mina clausurada, un chamizo que abrieron dos mineros en horas libres, con permiso del ingeniero de la empresa minera dueña de la concesión. Este allanó el camino y firmaba los papeles a cambio de un tercio de los beneficios. Escasos porque el lugar donde abrieron la galería, cerca del río, era una zona peligrosa con mala sustentación y filtraciones de agua. Había una buena capa de antracita de fácil extracción, pero una crecida invernal les inundó el pozo y lo abandonaron.

De los tres a los diez años yo pasaba por el verano largas temporadas en casa de mis abuelos maternos, en un pueblo minero de El Bierzo alto, el de Román. En la casa vivía mi abuela y sus tres hijas, la pequeña 7 años mayor que yo, y mi abuelo. Eran cuatro mujeres que me traían en palmitas. Fui el primer nieto y sobrino, y además varón. Mi abuelo estaba conmigo más ancho que largo y tenía mucho de las dos dimensiones: medía  uno noventa y llegó a pesar 130 kilos. Lo llamaban con un aumentativo.

Todo el mundo en el pueblo trabajaba en la mina, dentro, fuera o en las múltiples actividades relacionadas con ella, el transporte, los talleres, el comercio... . La familia de Román vivía en una casa vecina a la de la abuela y su padre era picador. Murió en un accidente de mina un año antes que él. El guaje decía que iba a ser picador como su padre.

Pero la historia inocente que quiero contaros, menos triste, sucedió cuando Román andaba por los ocho o diez. Me sacaba dos años, así que yo tendría alrededor de siete.

En casa me habían dicho que lo más malo del pueblo era Romanín, que no me juntara con él de ninguna manera. No es que el rapaz fuera malo, es que era un trasto terrible y se metía en todos los fregaos.
Debió ser la atracción de lo prohibido, no era consciente de eso, pero me hice inseparable de aquel chaval. Como vivíamos al lado jugábamos todas las mañanas a la vista de los mayores y pronto se vió que Román cuidaba bien de mí, que era el pequeño, y se instaló cierta confianza entre ellos.


La terraza, febrero 2012.

En el largo verano de un pequeño pueblo de finales de los años cincuenta, lleno de niños, era imposible no perderle la pista al tuyo en más de una ocasión, y aquellas tardes se alargaban después de la cena hasta bien entrada la noche.

Ya días antes habíamos realizado pequeñas excursiones sin salir de las inmediaciones del caserío, las eras, el camino de los arenales, los lavaderos del carbón, el puente sobre el río... . Él conocía todos los rincones del pueblo y decía que sabía de sitios fuera de allí donde no había estado nadie.
Yo lo escuchaba con la boca abierta. Tenía ese carácter pasional y entusiasta, siempre alegre y decidido, y esa mirada de los pillos e inquietos que no paran y cuando hacen una ya están pensando en la siguiente.

¡Mañana vamos a ir a un sitio, ya verás!

Una preciosa mañana de agosto pedimos permiso a mi abuela para ir hasta el puente que estaba a la salida del pueblo. A los dos nos gustaba mucho el río pero aquel no era como el de mi pueblo, bajaba negro del carbón, no íbamos a bañarnos, sólo a dar una vuelta, mirar y tirar piedras. Pero Román no había olvidado su promesa. Llegamos y bajamos al río.
Un poco más abajo desembocaba la que llamaban Reguera del valle. Era un pequeño río que por encima de las minas bajaba cristalino, donde las mujeres hacían la colada en el verano, cuando los dos lavaderos del pueblo casi se quedaban sin agua. Había estado allí muchas veces con mi abuela y mis tías junto a otras muchas mujeres con sus tablas de lavar la ropa.

El objetivo de Román no era llegar hasta ese lugar, sino remontar el riachuelo hasta su nacimiento. En realidad ni siquiera estoy seguro de que existiera un plan.

Nos habían dicho que volviéramos antes de comer. Después de dejar atrás el punto donde las mujeres lavaban creo que debimos perder la noción del tiempo que pasaba.

Íbamos de emoción en emoción. El torrente, porque el río fue menguando, se remansaba en pequeñas piscinas caprichosas de agua transparente, había cascadas, regueros rumorosos que se sumaban a la corriente, lugares sombríos y frescos bajo los árboles.
Veíamos muchas truchas, pequeñas y velocísimas que desaparecían como centellas sorteando los cantos redondos del lecho.

Supongo que llegábamos al final porque ya bajaba poca agua. Nos habíamos bañado desnudos en donde se nos antojaba y en ese último lugar había pequeñas pozas, minúsculas bañeras donde cabían justos nuestros pequeños cuerpos o nuestros aún más minúsculos culos, y allí estuvimos un buen rato, pero recuerdo que el agua estaba fría.
El torrente parecía nacer en una especie de cueva o cortado muy angosto en el farallón rocoso que había interrumpido nuestra marcha, a varios metros de altura. El agua se precipitaba desde aquel lugar entre vegetación muy densa.

San Justo, febrero 2012.

El hambre debió ser lo que hizo que recordara la recomendación de mi abuela.

Serían las cinco o las seis de la tarde cuando entramos de vuelta en el pueblo. Ya nos íbamos enterando por el camino.

¡Román, cuando llegues a casa tu madre te va a sacudir el polvo a base de bien!

Ya había corrido la noticia de que habíamos aparecido. Medio pueblo nos estuvo buscando, las mujeres, porque muchos hombres no habían salido todavía de la mina. Nos buscaban sobre todo río abajo, donde alguien nos había visto por última vez. Pensaron que nos habíamos ahogado.

¡Román cuando salga tu padre te va sacar el brillo, danzante!

Como yo era forastero y más pequeño el pobre Romanín se las estaba llevando todas.
Fue la única vez que recuerde que mi abuela me riñó, pero después me abrazó y lloró como una magdalena. Yo no entendía nada. Nos lo habíamos pasado como los indios y no corrimos ningún peligro, en la Reguera el agua apenas llegaba a las rodillas.

Este episodio puedo considerarlo mi primera aventura, pero no tanto por las emociones que vivimos mientras remontábamos el río como por el escándalo posterior. Creo que fue eso lo que hizo que fijara en la memoria los escenarios, los personajes, la peripecia en definitiva. Sin embargo sólo fui consciente de ello cuando había terminado.
Tengo recuerdos anteriores a esa edad, pero pocos con tantas imágenes y tan vivos como estos.


Román no llegó a casa hasta el día siguiente. Pasó aquella noche fuera, durmió en un pajar. Cuando vio a su madre a la puerta con las manos en jarras llamándolo a voces, ¡Romanín, ay cuando venga tu padre, ven aquí, sinvergüenza!, echó a correr y  ¡¡échale un galgo!!

Ramiro Rodríguez Prada

Ψαραντώνης & Αγγελάκας (ΗΡΩΔΕΙΟ) - Να'χεν η θάλασσα βουνά.


Υγεία και καλή νύχτα, Salud y buenas noches.