sábado, 2 de noviembre de 2013

Difuntos en Oviedo


Torre de la Catedral de Oviedo.

La anábasis o Fin del novenario


Con este capítulo se cumple la Novena de Ánimas, en compañía de Valle-Inclán y sus colegas, que he venido relatando aquí en los nueve últimos episodios, desde aquel lejano Pimiento picante en Ponferrada, con la visita a su cementerio. Cada entrega correspondería, más o menos, a una jornada novenaria, si bien son siete los días transcurridos.

Desde Piloña, dando un rodeo por Gijón, fuimos a Oviedo. El Legía tenía capricho en que su amigo el Peluquero conociera a don Ramón y nos llevó a la famosa Villa de Jovellanos. El viejo no estaba muy conforme pero aceptó.
Resultó ser otra encerrona de los malevos. El piso del Peluquero estaba frente al puerto deportivo, que fue casi lo único que vimos de la mentada villa, porque, además, oscurecía. Era otro dúplex de lujo y el Peluquero se dedicaba a cualquier cosa menos a la peluquería.

Explotaba a seis mujeres "De alto estandin", como repetía él una y otra vez. Y allí estaba la muestra, tres mulatas despampanantes y muy jóvenes que ofrecía como regalo de bienvenida a los amigos de sus amigos. Sabedor sin duda, por su colega el Legía, de la afición del manco de Vilanova por el "Género negro", según sus propias palabras, lo había previsto todo. Los tres macarras y las chicas miraban a Valle con descaro y una carcajada a punto de estallar. Eusebio lo miraba ansioso y yo miraba a las chavalas. A don Ramón se le empañaron las lentes.

¡Estos señores están de Ánimas y yo oficio!, dijo, humedeciendo los labios después de un pequeño retraso más que sospechoso, mientras estudiaba con fijeza a la más racial de las tres hembras.
Sebito pegó un zapatazo en el suelo, como un niño mosqueado. Le salió del alma o, más precisamente, de entre las piernas.
Don Ramón, que estaba a su lado, se puso de puntillas sobre los botines y le arrimó un mosquilón detrás de las orejas. ¡Os cornos do carayo, no cocees, potranco, que pronto verás a la tu Jaki!, berró el gallego.
Sebio agachó sus grandes orejas y se puso colorado como una amapola.

Don Ramón..., quiso terciar el Legía.
¡He dicho!, remachó el manco alzando la barba cual profeta del Antiguo Testamento.
Vale, vale, pero ¿tomaremos algo?
¡Sea!, concedió el de Vilanova.
Pon unos whiskys, dijo el Peluquero a una de las mulatas.
¡Nada de alcohol!, saltó el viejo sacudiendo el muñón con violencia.

Dos chicas servían unos whiskys mientras Porfirio sobaba a la tercera en un butacón. Sebito y yo bebimos sendos refrescos de limón y don Ramón gaseosa.
El Peluquero se había puesto a picar un montón de cocaína y preguntó quién quería, dirigiéndose a nosotros. Yo estaba muy cansado de andar todo el día de cementerio en cementerio y me temía un tute parecido por la noche, Valle nos había adelantado que celebraríamos el último Oficio de Difuntos en la Catedral de Oviedo, así que contesté alegremente, ¡Un poco!
¡Nones!, chilló Valle soltándome un boinazo en los morros. Carcajada general. ¿¡Pero qué clase de novicio es usted?!, siguió el chorreo, ¡Hasta más allá de las doce de esta noche, abstinencia total de lo Juno como de lo Jotro!, dijo remarcando mucho el sonido de la jota, como cuando nombraba a la Jaki, la novia gallega de su criado Usebio. El mocetón, mientras tanto, con el belfo colgante, no despegaba los ojos de la butaca de Porfirio.

El guardaespaldas y su chica esnifaron dos de las rayas que había alineado el Peluquero, y salieron del salón cogidos de la mano. Después esnifaron los otros cuatro socios, ellos y ellas.
A mí, después del boinazo, había terminado por abandonarme el buen ánimo y estaba fosco y silencioso. Valle bebía su gaseosa a pequeños sorbos y se pasaba la lengua por los labios y el borde del bigote, con una fijación casi extática en la morenaza que tenía sentada delante, su favorita.

Un rato después regresó Porfirio con su pareja y, cuando entraron, Valle se puso en pie con tal brusquedad que la chica lanzó un grito y dio un paso atrás.
¡Nos vamos!, anunció el inmortal arousano mirando al Legía.
Calma, don Ramón, nos sobra tiempo, contestó éste.
¡Non sobra, non, que la Catedral cierra a las nueve!
Son las ocho, en un cuarto de hora estamos en Oviedo.
¡Pues arreando!, cantó de nuevo Valle.    

Don Ramón quería llegar con tiempo suficiente para buscar un escondrijo en el interior del templo antes de su cierre. Al salir del portal, entraban dos tipejos con boinas caladas hasta los ojos. ¡Dos puteros!, pensé, sin prestarles mucha atención.
Después, camino de Oviedo, me venían una y otra vez a la memoria los rasgos del perfil de uno de ellos, entrevistos fugazmente. ¡Claro, eran Gila y Van Gogh!, dije en voz alta. Nadie contestó en el Mercedes. Valle, que viajaba en el asiento trasero, giró un poco el rostro hacia mí y me miró alzando la ceja derecha sobre sus lentes. Pero calló. La última vez que creí verlos fue en la plaza de la Catedral de León. ¿Me reservaban alguna jugarreta, seguían compinchados todos estos zombis, qué sorpresas me aguardaban todavía esa noche? ¡Cuanto mejor estaría con Porfirio y el Legía cenando en un buen restaurante con el político del Principedo, por más corrupto y putero que fuera!

Llegamos sobre las ocho y media y sólo nos cruzamos en la entrada con una beata que salía. Las naves estaban vacías y silenciosas. En el altar mayor parpadeaba una lamparilla que vista desde la distancia parecía una luciérnaga en la noche. El espíritu a punto de extinguirse, una guía para las almas del purgatorio...
La oscuridad era casi total. Nos deslizamos arrimados al muro de la nave derecha y entonces oímos cómo se cerraba una puerta en la otra nave y escuchamos unos pasos sobre el enlosado.
Don Ramón empujó a Sebito dentro de un confesionario y entró detrás mientras me decía en un susurro, ¡Apure, oveya!
El pobre Sebio había caído de culo sobre el asiento del confesor y quedó encajado allí, su corpachón le impedía revolverse. Valle, con esa ligereza de moza casadera de la que hacía gala en ocasiones, se subió en las piernas de su criado y se sentó, mientras me indicaba que me arrimara y cerrara la puerta del confesionario. Lo hice con dificultad, pero al fin logramos entrar los tres, yo de pie pegado a la puerta dándoles la espalda.

No sé el tiempo que pasó hasta que dejamos de escuchar ruidos dentro de la Catedral, pero a mí me cundió una eternidad. El manco me clavaba los botines en los glúteos y el espacio era tan justo que no podía cambiar de postura. Cuando al fin salimos estaba entumecido y apenas sentía las piernas.
Valle nos condujo hasta la angosta escalera que sube a la torre. Él iba delante y Sebito detrás empujado al viejo, en realidad lo subía casi en volandas. Con su cuerpazo de coloso tapaba por completo el hueco y la escasísima luz que iluminaba el interior de aquel caracol de piedra. Yo subía detrás, a cierta distancia, palpando los escalones que tenía delante, con piernas de palo y una fatiga tísica. Escuchaba las frases de aliento de don Ramón, del tipo, ¡Como Jenofonte y sus griegos, camino de la gloria! o, con más frecuencia, ¡Adiante, percebes!

Pasamos por tres o cuatro plataformas hasta desembocar en el campanario. En la penúltima no podía más, por el hueco del último tramo por donde ya se habían metido los gallegos, cacareé, ¡Estoy muerto, don Ramón, yo espero aquí!
Demoró la respuesta, tanto que ya me iba a sentar, cuando descendió su voz de ultratumba por el caracol, ¡¡Cagon las Pezuñas del Morlaco, cagon Cristo Difunto!! ¡Como tenga que bajar a buscarle le arranco las orejas, cabrito!
Más que la amenaza de perder mis pabellones auriculares me impresionó y me convenció la blasfemia, no era normal en don Ramón, él era un caballero pese a todas sus excentricidades.
Cuando llegué arriba me arrastraba como una babosa. Alcé la vista y vi al viejo que me esperaba con cara de atizarme un chisterazo, que duele más. Había cambiado en el Mercedes la boina por la chistera, ¡Para oficiar en grande!, como presumió, cucufato y solemne.

Pero fue magnánimo y sólo comentó por lo bajini, suspirando, ¡Válame el cielo, qué mochuelos me endosaron! Sebito contemplaba la ciudad de Vetusta, a sus pies.
Me tumbé de espaldas en el suelo del campanario recuperando el resuello. Desde el exterior llegaba una claridad fantasmal que se reflejaba en el techo y caía después sobre el bronce del conjunto de campanas, semejantes a enormes siluetas de monjes o siniestros derviches giróvagos. La Wamba presidía aquel aquelarre. Enorme y gorda, proyectaba sobre el piso un círculo mortal de sombra.
El manco me dejó descansar una buena media hora, creo que hasta me dormí y soñé un poco. Calculo que serían sobre las once cuando me despertó de un bocinazo, ¡Llegó la hora, empiezan los Oficios, cangrejos! Se sentó en el suelo e hizo que lo imitáramos formando un pequeño triángulo.

¡Ya que la Cofradía de Ánimas de esta Santa Iglesia Catedral, no ha querido colaborar con mi Obra Esotérica ofreciéndonos el Caldo de Difuntos, como es preceptivo, aquí traigo el sustituto que cumple el mandato del Iniciado!
Y dicho y hecho, sacó de la faltriquera una pieza pequeña de cecina, ¡Cabra machorra!, gritó triunfante mientras blandía la pata seca por encima de nuestras cabezas. Eusebio agachaba la suya para que su amo no le torciera la nariz de un cecinazo.
La faltriquera de Valle era mágica, un pozo sin fondo bajo la capa, ¡qué bárbaro! A continuación sacó su navaja de a tercia, aquella cheira que abierta parecía un espadón. Al verla, instintivamente, me llevé la mano al bolsillo trasero del pantalón y palpé. No daba crédito, ¡allí seguía la barbera de Vicente Van Gogh! ¿Qué pasa?, pensé, ¿Que llevo más de dos años sin cambiar de pantalón, o que cada vez que lo cambio vuelvo a meter la navaja en el bolso? No recordaba ni una cosa ni la otra.

El arosano ordenó a Sebito cortar unas lonchas y en un momento estábamos los tres, muerde que muerde, sin conseguir meter el diente a aquella carne más añeja y dura que la cara de Caín. No obstante, mientras yo me comía mi pedazo, el de Vilanova pudo con tres. ¡Ensalive, pollo, hay que ablandarla!, me decía con sorna y un brillo en la montura de los quevedos. Sí, ablandarla..., ¡menudos piños tiene el viejo zorro!
Tras la colación, y por indicación suya, nos sentamos en círculo bajo la Wamba tomados de las manos. Era tan espesa la oscuridad allí, que apenas alcanzaba a distinguir los rasgos de mis compañeros. Sebio, a su izquierda, le cogía al manco el extremo de la manga vacía.

Don Ramón María cayó entonces en uno de sus trances místicos con la cabeza alzada hacia la campana. Había encasquetado bien la chistera y con las largas barbas parecía un monje ortodoxo a punto de recibir los estigmas. Me apretaba tan fuerte la mano que me hacía daño. ¡Don Ramón, don Ramón!..., susurré en un hilo de voz. Inútil, el santo ya no habitaba el mundo de los vivos. Aguanté un rato y empecé a tirar. Imposible, era como intentar mover la torre de la Catedral, parecía petrificado.
Y de pronto se movió y empezó a murmurar una oración. Era un padrenuestro. Usebio se puso a seguir la voz de su amo, pero a mí no me salía el rezo. Gracias a eso me soltó la mano, aunque sólo fue para arrearme una colleja en el cogote.
¡Al loro, sacristán!, bramó el oficiante.

Acabamos el padrenuestro con avemaría, sin faltar el postre del gloriapatri, y tornó al éxtasis.

Gárgolas de la Catedral de Oviedo.


Plaza de la Catedral.
Oviedo.

Minutos después, vuelto en sí, nos endilgó un pequeño sermón preparatorio de lo que se avecinaba. ¡Íbamos a ser testigos privilegiados del Milagro Musical! En la Catedral de León me había querido introducir en el Milagro Visual de las vidrieras, pero la ausencia de Sebito aquella noche había malogrado la experiencia. ¡Faltaba el trío mágico de todo conciliábulo brujeril, la terna hermética, la bendición del Trismegistus!, dijo, ronco y enigmático, apretándome la mano.
Según el viejo, escucharíamos el Clamor, un toque único de esta noche de Ánimas que nos transportaría en arrobo contemplativo sonoro a las alturas celestiales, ¡A la derecha de Dios Padre!
Concluida su perorata, me pareció que el gigantesco badajo de la Wamba empezaba a moverse. Retiré un poco la cabeza por si acaso. A tiempo, porque me pasó a un centímetro de la nariz y tocó suavemente el borde del bronce.

¡Santa Bárbara bendita, no tengo palabras para describir aquello! Primero sentí un leve contacto metálico y a continuación un silencio total, profundísimo, pero un silencio sonoro de vibraciones concéntricas que fueron en aumento hasta parecerme que me iban a reventar los oídos y hacer estallar la cabeza. ¡¡Joooder!, grité, aunque no me oí. El badajo, que había vuelto al centro, se movió de nuevo hacia el extremo, lento, y yo quise soltarme de don Ramón para salir de allí, pero el viejo me sujetaba con zarpa de acero.
La segunda campanada ya me pareció menos potente porque la increíble ola sonora de la primera aún reverberaba en todo mi cuerpo. Las ondas se iban sucediendo unas a otras, superponiéndose y yo temblaba entero. Pensaba que todo Oviedo estaría en pie asustado. Llevaba muchos años viviendo en esa ciudad, ¿tan bien dormía que nunca me habían despertado aquellos campanazos?

¡Treinta campanadas oiga, treinta!, que luego sabría por don Ramón que eran las monedas de la Traición de Judas Iscariote. Hacia la mitad del tormento tuve la sensación de que levitaba al compás de las ondas ascendentes, vibraba como un diapasón, me pareció que todo yo era sonido y campana y badajo, sobre todo badajo.

No sé cómo no bajé las escaleras rodando, porque no recuerdo haber pisado el suelo. Sólo sentía la palpitación sonora revotando en las paredes del cráneo, pero sin sonido alguno, como si éste hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Sé que el manco nos dijo algo antes de bajar porque lo vi mover la boca y gesticular, pero no estaba para leer mensajes cifrados. Flotaba sordo en un silencio más hondo que la propia muerte. El final apropiado para una noche de Difuntos.

Cuando llegamos a la nave nos esperaba un cura en compañía de cuatro policías municipales.

Camulo Alonso Verga, Lín el de Ramona, berraco por hores, encalcetador de morcielles.

Pablo Carrera, gaita. Andrés Cueli, voz.  Ya-y cayó la fueya'l roble.

http://www.youtube.com/watch?v=pQYKji8zKJk

Ya-y cayó la fueya'l roble,
ya floreció la espinera,
ya canten los paxarinos,
ya llega la primavera.

Y a los árboles altos
los mueve el viento
y a los enamoraos
el sentimiento.

¡Salud, almas en pena!


Marcos Fernández, campanero.Toque de Clamor en Alfoz de Bricia, Cilleruelo de Bricia. Burgos.

https://www.youtube.com/watch?v=QFsJpjHl0x8