martes, 30 de abril de 2013

Cuchillo, papel, tijera


Florero
Técnica mixta al agua sobre cartulina
Ramiro Rodríguez Prada, 1991.

Cuchillo, papel, tijera


Él quería hacer una obra sencilla, que dos versos dijeran todo lo que debía decir un poema, que una pincelada tuviera la fuerza expresiva suficiente para no llenar el lienzo de color y entorpecer su lectura. Pero siempre se le presentaba el mismo problema, sentía horror al vacío, no tenía la paz interior ni la paciencia de un chino para meditar y detener la mano a tiempo. Durante bastantes meses, con mucha disciplina, consiguió hacer el ejercicio de los dibujantes orientales, independizar la muñeca de la voluntad, lograr que cumpliera su función anatómica, sin pedirle nada más. Llenó de rasgos sueltos miles de pliegos blancos, con tinta china negra y un pincel, pero también con otros utensilios, brochas, espátulas, cuchillos, palos, tornillos... . Los resultados del entrenamiento, aun cuando no fueran más que pruebas, no eran del todo malos a su juicio, pero acabó cansándose también de aquel mantra repetido que lo aburría más que lo calmaba.

Poco a poco, desde el negro sobre blanco ya ensayado, pasó a los otros neutros, los grises. Ahí estuvo liado un montón de tiempo. Recordaba confusamente el cuento de un escritor japonés sobre un pintor que había enloquecido intentando encontrar los infinitos matices del gris. Hizo cientos de miles de cuadraditos donde ir diluyendo y rebajando el tono gota a gota... . Pero, repito, él no era tan sistemático ni le interesaba tanto el detalle preciso y sutil, aunque todo le decía que el ahorro de medios, la síntesis era el camino más seguro para expresar lo que se quisiera. En general seguía estando de acuerdo con este planteamiento, lo difícil era seguirlo. Porque pronto dio el paso a los colores fríos, azules y verdes, al principio solos y después acompañados. No sólo fue complicando la paleta, también el trazo. La muñeca tenía sus manías particulares, sus querencias, no obedecía, así que lejos de dejarla en libertad se propuso domarla.

Sin embargo este segundo empeño no fue menos arduo que el primero, de hecho no pasó de un año y no logró calmar su ansiedad ni mejorar mucho el trabajo. Sí, es cierto que consiguió dominar algunos tics, movimientos involuntarios de la mano, imperceptibles, que estropean habitualmente la línea del dibujo, cierto miedo o indecisión cuando el trazo ha de ser firme y rotundo. Y, mientras tanto, el número de colores de su paleta seguía ampliándose. Era incapaz de ver ya en blanco y negro, y la simplicidad expresiva había dejado paso a una verborrea barroca y colorista que se le escapaba con frecuencia de las manos. El poema se complicaba sin ofrecer a cambio mayor claridad, cada nuevo verso, cada palabra, cada color y cada rasgo, se incorporaba a un desorden cada día más abstracto, desapareciendo en el conjunto, sin aportar apenas nada, sólo oscuridad, como un nuevo añadido de incomprensión y desesperación.

No ha resuelto sus problemas, porque a pesar de todas las dificultades y el laberinto del que no parece poder salir, sigue pensando que hay algo rescatable en esos intentos fallidos, que tienen sentido, quizás sólo sean el relato de una herida que es incapaz de cerrar, la de no ser dueño de si mismo ni de sus creaciones sin terminar, en esbozo inseguro, o aplastadas por el peso de la acumulación. Y sigue intentándolo por eso. Para él es una pelea y no cejará en su empeño. Ha optado por la experimentación libre, casi como un juego de niños, pero de niños perversos y sin esperanza, desdeñando el preciosismo del oficio y las metáforas brillantes. Ahora, despreocupado por fin de su muñeca, de la línea y el color, del miedo al vacío, con una especie de rabia concentrada y de exquisita indiferencia, espera encontrar alguna interjección que cierre el poema con coraje, con colores calientes y con fríos, con blancos, negros y grises, con papel, cuchillo o tijera.


Gilberto Gil.  Expresso  2222.  (Solo, en directo, 1972)