jueves, 8 de diciembre de 2011

La bodega del manco


Oviedo, noviembre 2011

No sé cómo, desde el comedor de Valle Inclán en Vilanova de Arousa vine a parar a una caja de cartón en los jardines públicos de la Facultad de Geología, en Oviedo, muy cerca de casa.

Me despertó un guardia de seguridad cuadrao, uniformado y correcto que me parecía conocer de vista. Llevaba en la mano la última novela de Petros Márkaris que a mí ya me espera desde hace dos meses sin tiempo para abrirla.
Sentí un poco de envidia del jurado que iba a despachar al griego antes que yo, un medio cretense. Me ví más pordiosero que nunca.

Al incorporarme tuve un vahído y el hombre me echó mano. El gesto me pareció raro en un medio policía, que además de lector era piadoso, me gustó. La ropa me olía a vinazo y a humo y sentía la cabeza blanda blanda.

¿Podría llevar los cartones hasta aquel contenedor?, me preguntó muy amablemente, y me señaló  el lugar, cercano. Le dije que por supuesto. Me dió las  gracias y yo a él y me fui poco a poco, aún sorprendido, arrastrando la caja.
Me retumbaban en la cabeza hasta las pisadas. De vez en cuando miraba hacia atrás y allí seguía el guarda, bajo el árbol en el que yo había dormido, viendo como me alejaba.

Había un sol raquítico en un cielo azul pálido y hacía frío. Un frío seco aunque no había helado, tal vez nevara en el monte esa noche porque la brisina cortaba.

Llevaba puesto un chaquetón marinero que no reconocí como mío, sucio y arrugado. Calzaba una especie de zuecos con talón incluído, como un zapato de madera pero con cordones de cuero. ¿De dónde había sacado aquel indumento?. ¡Ah, y me tocaba con una boína!, con acento en la i, como decimos en las cuencas mineras.
Tenía todos los síntomas de una resaca monumental.

En casa ya no había nadie. Me duché, tomé un zumo de tomate y me metí en la cama.

Con un cebollón notable aún, la cabeza floha, me levanté a preparar la comida de la familia pero, ya compuesta, no la esperé, bebí un poco de agua con limón y volví a la piltra.

Desperté sin saber dónde estaba ni qué hora era. Por el ruido de la calle pensé que sería en torno a la media noche. En el despertador de mi compañera lo confirmé.
Tenía una especie de culebrillas en el estómago y me levanté a comer algo.
Mientras iba pensando por el pasillo en freír unos huevos recordé al pobre Satur, el actor que hacía de criado del genial manco. Parecía un buen tipo. Tendría que esperar todavía un buen rato en Xufre, el día de la celebración de su santo precisamente.

La noche de San Saturnino

Pero cuando busqué en la puerta la llave para encender la luz de la cocina no la encontré.
Me sentí tan perdido en la oscuridad que temí un ataque de pánico. Un escalofrío helado me recorrió el cuerpo.
Quise volver atrás pero apenas veía y nada me resultaba familiar.

Al final de un pasillo bastante ancho, que atravesé tanteando una de las paredes y algún mueble de madera adosado a ella, había una puerta. Por la rendija inferior parecía salir un levísimo resplandor.
La empujé al llegar y bajé por lo que parecía la escalera mal trazada de un sótano. La escalera bajaba describiendo una espiral y aumentaba la luz, tal vez de alguna lamparilla, a medida que descendía.

No sé porqué me esperaba algo parecido cuando llegué abajo. O sí lo sé tratándose del anciano esperpento.

La mesa estaba puesta con tres enormes platos de quisquillas, dos empanadas aún sin partir y un perolo humeante que olía a unto y grelos como el aliento de Saturno, ¿o eran berzas o repolo?, no afino tanto, pero fué lo primero que capté antes de ver nada. Algún potaje galego, el Caldo que es la esencia del país.

Eché un vitazo antes de que advirtieran mi presencia. El sótano era grande. No hablaban. Aparte del espectáculo de la mesa en su punto, aparecía todo bastante desordenado y puerco. Se veían en la penumbra varias cubetas y un bocoy, bultos amontonados junto a las paredes y cajas en estanterías medio arrumbadas.

Satur estaba agachado sacando vino a una jarra de barro de un cubeto mugriento en una esquina del bodegón.
Don Ramon sentado en uno de los dos bancos corridos que flanqueban la mesa parecía pensativo. Con la barbilla apoyada en el mango del bastón de la lechuza miraba al suelo.
Había un quinqué en el centro de la mesa y una lamparilla de aceite alumbrando el rincón de la bodega donde trajinaba Saturnino.

Enseguida vi las cajas.

El tesoro de don Ramón

Después de este breve reconocimiento de cómo estaba el patio carraspeé y dije buenas noches.

¡Hombreee, Paco er Feo!, saltó don Ramón, ¡El que fartaba pal trípode! ¿Qué pasa pollo no encontró las polainas?
Entonces me dí cuenta de que iba descalzo y en calzoncillos. No supe qué contestar.
¡Arrée a bestirse que ya está la cosa que arde!
Titubeé..., Es que no sé dónde dormí.
¡Donde dejó la ropa, carallo!, chilló girándose hacia mí, y a continuación dirigiéndose a Saturno, ¡Acompaña al Pupas a su habitación, y ligeros o empiezo con las quisquillas! O mejor, vete tú y tráele lo necesario.

Lo veo a usted algo perdío últimamente, me dice nada más desaparecer el criado y añadiendo el tono flamenco que había empezado con el Feo.
¡Pues no salgo de casa!, dije casi con toda el alma, y añadí más calmado, Al que más veo es a usted.

Estaba de pie y Valle ordenó que me sentara. Llenó dos vasos de vino, cortó con la mano un pico de la empanada más cercana y me lo pasó. Le eché un bocao.
Ví que iba a brindar y cogí el vaso.
¡Por la copla y por el Tío Silverio!.
Bebimos y de pronto Valle se arrancó. La letrilla era guapa pero cantaba tan mal que daba tristeza y vergüenza ajena oírlo, pero era su invitado y no podía cortarle el flús, desairarlo.

Ar campito solo
me voy a llorá:
como tengo yena e pena er arma
busco soleá

Aquello sí que daba ganas de llorar, ¡era una agonía escucharlo, menos mal que duró poco!
Don Ramón, le dije después de aclararme la garganta con otro trago y espantar la emoción, ¿No se le dará mejor cantar muñeiras?

Se levantó del banco como si le hubiera picado un escorpión y alzó el bastón mirándome con la cara terrible que sabe poner cuando se mosquea. Yo estaba totalmente indefenso y no había sabido preveer su reacción, aún conociéndolo, por lo que no tenía escapatoria.

En ese momento escuchamos a Saturnino bajando por la escalera. Valle me lanzó una última mirada por encima de las lentes y bajó el garrote.

Vestí rápidamente la misma ropa rústica y anticuada que había quitado por la mañana. Pero alguien se había ocupado de cepillarla y curiosearla un tanto. Por extraño que parezca no tenía frío. Me atusé un poco el pelo mientras don Ramón me observaba con una mezcla de curiosidad y mala leche, quizás acuciado por su apetito legendario, al menos entre los muertos.
¡¿Qué, terminamos la toilette, mon petit?, me dice al fin remarcando la pronunciación francesa. ¡Andiamo presto che si  mi abre la bucca!. Y se sentó acercando un plato de camarones.

El caldo todavía estaba caliente y me serví tres tazas mientras don Ramón daba cuenta de su plato de quisquillas. Satur comió también dos tazones de caldo. Entretanto bebimos varias veces.
Cuando terminó su plato Valle cogió el de Satunino y volvió a enfrascarse en las cáscaras. El criado y yo compartíamos el tercer plato.
No sé cómo se las apañaba para pelar los crustáceos con tal rapidez con una sola mano. Tenía una habilidad increíble, acercaba el bicho a los incisivos y al instante devolvía el caparazón vacío. Y no abrió la boca salvo para esa operación o para beber.

Pero iría por la mitad del plato de Satur cuando, en uno de sus gestos repentinos, se levantó de golpe y dijo, ¡Carallo, no hicimos los honores al homenajeado!
Llenó los tres vasos y soltó el brindis:

¡Por Saturnino, gloria de España y prez de Galicia, el granuja más servicial de cuantos la escena patria y a nosa terra han parido!
Don Ramón, que sólo teño una madre, dijo Satur con timidez.
¡Tú calla, turiferario, que no buscas sino arruinarme la loa!, rugió el viejo.
Don Ramón..., quise terciar yo poniendo paz, pero me cortó en seco.
¡Chitón, rábula, que este bigardo con chepa se defiende solo! ¡Al cuento! ¡Por Saturnino, la carabina de Ambrosio y el Capián Araña, que embarcó a la gente y se quedó en tierra!. Ya estaba lanzado y siguió brindando, ¡Por Saturnino, domador de lagartijas, émulo de la Isabelona y del conde de Romanones, acechador de conventos y explorador de bodegas ajenas, amigo bueno bueno!

Con ese tierno final y una sonrisa picarona dirigida al jorobado alargó el vaso para entrechocarlo con los nuestros. Cumplido el rito vació el vino y se sentó satisfecho a terminar cuanto antes con las quisquillas, que en efecto despachó en un santiamén.

Cubas vacías en Vilanova

Acabados los camarones, Valle sacó de algún sitio su mondadientes de 25 centímetros largos y cortó las empanadas en seis trozos, luego se sirvió un tazón de caldo.
Era bien raro el cabrito, tomaba seis o siete cucharadas de caldo y le daba unos bocados de Pantagruel a las empanadas. Una era de vieiras y la otra de berberechos, riquísimas las dos. Colocó un trozo de cada una a cada lado del bol e iba alternando. Entre sorbos al caldo y mordiscos a las empanadas superó mi marca y pudo con cuatro tazas.

Cuando finalizaba la última le hablé.

¿No está ya un poco frío el caldo, don Ramón?
¡Ca!, estas perolas modernas guardan muy bien el calor. Metió la cuchara en el tazón y me hizo tragar una cucharada.
Era cierto, aunque la pota me parecía de ésas antiguas de aluminio y de la peor calidad.

En la mesa había también una tarta que resultó ser obra de Saturno. Era de nueces y no dejamos  un grano de lo rica que estaba.
Con ella, por fin, don Ramón abrió una botella de Terry, del viejo, encorchado. Porque en primer plano había visto ua caja de Fundador más joven, de la siguiente generación, con tapón metálico de rosca, aunque todavía sin el invento moderno que la hacía irrellenable, es decir también con sus buenos cuarenta y pico años reposando en la botella. Las conocía bien porque mi madre también guardaba alguna.

Con aquel remate de dioses se nos puso a los tres una cara de merluzos indescriptible.

Yo me veía cuatro manos y a don Ramón completo, con dos derechas y dos muñones izquierdos.  Cuando al hablarme acercaba la cara me parecía el ojo facetado de una mosca, con ocho ojos como mínimo, cuatro de los quevedos y otros tantos de los ojos.
Satur aparecía y desaparecía  porque me lo tapaban dos perolos enormes.

De improviso Valle se levantó y alzando el vaso lleno gritó:

¡El Puerto de Santa María,
viva er cante y viva Cai, y viva
el Tercio Viejo de Lombardía!,  

A mí me dió tal susto que se me calló el mío de la mano. Don Ramón se bebió el suyo de un trago tras el brindis y al posarlo me miró con su ojo de mosca y me dice, Pollo, no le sienta bien el brandy, vamos a cambiar de palo. Yo inmediatamente pensé en la madera del chibuquí.

El manco salió de la mesa, parecía que con intención de dirigirse a la escalera, pero se veía muy cargado y antes de llegar trastabilló y cayó. Saturnino, que estaba más lejos, llegó antes al viejo y lo ayudó a sentarse otra vez en el banco.
El arousano no renunció sin embargo a subir y al poco le dice a su criado, Vamos paseniño, Saturnino, que más pindio es el Purgatorio.
Satur me hizo un gesto que no supe interpretar porque a duras penas le veía las dos jorobas. ¿Quería que esperara o que los siguiera?
Miré la bodega llena de cachivaches y el culo que quedaba en la botella de Terry pero no me apetecía beber más.
El agujero negro, cuadrado, de una cuba vacía como una boca abierta, me animó a elegir la segunda opción. Los seguiría.

Fui dando tumbos hacia el arranque de la escalera mas me pasó lo que a Valle, vine al suelo. No me había hecho daño, pero no me podía levantar, poco a poco, reptando, ascendí los empinados escalones.
De don Ramón y del chepa ya no había rastro. Y el pasillo estaba tan oscuro como antes y aún daba más miedo.

Volví atrás y... bajé rodando las escaleras.

No recuerdo más.

Boas noites!

Y. Emboca.