lunes, 31 de octubre de 2011

Botellón


Gamberros

Media noche era por filo, la del sábado tal como temía, al poco de acostarme oí que me chistaban, giré hacia mi compañera pero dormía. Recordé la última siesta en Eubea y pensé en el galego, pero no lo veía en la habitación.
Cerré los ojos y me dormí escuchando el gemido del nordeste en la ventana.

Debió durar poco ese primer sueño por lo que me cundieron los acontecimientos posteriores.

Me despertaron con dulzura, como cuando me dormía por las mañanas y mi madre me decía casi al oído que tenía que desayunar y era tarde.
Levantó un poco la sábana y susurró, Usted y yo tenemos pendiente un paseo, querido amigo. Era don Ramón. Sí.

Había visitado ese día tres cementerios para depositar las flores conmemorativas en las tumbas de la familia, así que no me alteraba el ánimo el fantasma redivivo del manco de Vilanova. Había respetado mi descanso del viernes y, aunque no quiso concederme la tregua del fin de semana, yo me encontraba en mejores condiciones que la noche ful de la vodka.
En el mismo pasillo, según salía de la habitación, me tendió una botella de coñac. Otra vez de Centenario Terry con tapón de corcho de los 60, de un litro, con su malla amarilla como nueva. No era como la que yo le había afanado a mi madre, con la cuerda medio podrida que habíamos chupado otra noche, sobre todo él.
Sólo quedaba un trago así que lo apuré. Era tan suave y delicado que parecía un café con leche y unas gotas. Sólo que en la boca quedaban sólo esas gotas, un buen rato.

¡Buuuaáh, esto es el desierto del Sahara!, exclamé recordando a la mora.
Destilado de dátil al cubo, añadió Valle. Y zumo de escorpión, apostilló.
¿Qué pasa, volvió el legía de Sidi Ifni?
Me miró como diciendo, ¿Me vas a bacilar ahora con lo de la Legión?, pero sólo dijo, No, me había traído una caja pero ando a todas horas de la Zeca a la Meca y casi  no paso por Vilanova que es donde tengo la provisión. Y sin solución de continuidad me instó, ¿Está listo, nos vamos?.

No hacía frío en la calle y el viento había desaparecido como por ensalmo.

Atravesamos Xufre en dirección al barrio viejo y rodeamos la colina para salir al este de la isla y coger el sendero donde lo habíamos dejado la noche de la asamblea de los célebres zombis. El banco estaba vacío en esta ocasión y no había luna. Yo sentía el calor del brandy calentándome la barriga y subiéndome al pecho y a la frente.

Tenemos tiempo, vamos a sentarnos un momento. Me satisface esta estampa nocturna de Cambados nas noites sen lúa.
Estaba otra vez transpuesto, como bajo el pino mirando A Pobra. En silencio tomé asiento a su lado.

Acostumbrado ya a sus atuendos estrafalarios y anticuados no había reparado en su aspecto de hoy, una especie de chaqué con una lazada al cuello, bajo la barba, un sombrero menos aparente y unos botines relumbrones que parecían hechos a medida por algún remendón de la zona, muy toscos, aunque imagino que resistentes. Sentado, con las barbas blancas que reposaban sobre sus piernas y las lentes redondas, así de perfil, tenía toda la apariencia de un cuáquero o un Mr. Natural de Crumb a la galega.
Traía también el fino bastón de la curuxa.

Estuvimos unos minutos callados. Con la barbilla apoyada en la mano que apretaba la lechuza del bastón miraba melancólico el reflejo de las luces en las olas que, mansamente, lamían la orilla.

Don Ramón, de nuevo marchoso y cañí, saltó del banco cual muñeco y chilló,  ¡Goñi, goñi, que la diña!
Yo me eché a reír, claro, mientras él ya enfilaba el sendero que al borde de la arena nos conducía a un pinar cercano.
Cruzamos la pineda y a la otra parte enseguida vimos el resplandor de una hoguera. Varios coches, aparcados en círculo, con las puertas  abiertas que disimulaban mejor su presencia y ocultaban el fuego, acotaban un espacio en cuyo centro un grupo indeterminado de personas bebían y bailaban alrededor de un fuego, al compás de la música que salía de algún vehículo.

¡Vamos a ver si nos invitan a un trago!, dijo Valle muy decidido.
Yo no quería hacer de cenizo aunque conocía mejor que él la fiesta que allí se celebraba y me temí lo peor, pero asentí.

Cuando vieron aparecer a don Ramón en el círculo iluminado por las llamas se quedaron  mudos y anonadados. Eran 7 gamberretes, tres chicas y cuatro chicos de entre 16 y 18 años. A mí casi  me ignoraron porque la verdad es que el de Arousa era un figurín estrambótico que atraía todas las miradas, un fantasma de hace dos siglos en medio de la queimada. Porque eso es lo que hacían los rapaces, una queimada.

Repuestos de la sorpresa, y bastante cargaditos ya de aguardente, todo hay que dicirlo, rodearon al manco, que se había quitado el sombrero y lo sostenía, junto al bastón, con la mano sana.
¡Boas noites!, dijo don Ramón con voz sonora sobreponiéndose al chunda chunda que salía de los altavoces.
Nadie le contestó. A una chica se le escapó la risina y de pronto estallaron todos en carcajadas mientras el más cercano le ofrecía a Valle un tanque esmaltado con orujo de la queimada.
Lo cogió, bebió lo que había y se lo devolvió, todo en segundos. El guaje quedó pasmao.

¡Qué hijoputa!, dice el chaval mirando a sus colegas, ¡se lo bebió todo!
¡Oiga, joven, modere su lengua!, saltó el viejo.
Los otros volvieron a escojonarse y la de la risina, ¡Joder, el pureta, habla como el Punset!, y don Ramón encendido ya, ¡Qué lenguaje es ese para una dama!.
Un par de ellos, muy pedos, se revolcaban por el suelo en ataques de risa. Otra chica le ofreció a Valle un porro y él rehusó diciendo, ¡Yo sólo fumo en mi chibuquí!.

No había probado todavía el orujo y estaba viendo que, así las cosas, aquello podía acabar muy mal y sin catar una gota, así que me acerqué al grupo y le pedí la taza a uno de ellos. Lo dudó pero me la pasó. Eché un trago corto y se la devolví, pero entretanto otro se había acercado al anciano por detrás y le tiró hacia abajo del chaqué. El pitorreo fue fenomenal.
Yo veía a Valle que rumfaba ya como una locomotora y le dije, Vamos don Ramón, que se nos hace tarde.
Tiene razón joven, pero antes he de dar una lección a estos tunantes que no olvidarán.

El guaje que le había tirado de la chaqueta consiguió ahora arrebatarle el sombrero de la mano y sin detenerse se lo lanzó a un colega por encima de la genial cabeza del galego.
Y entonces se armó ¡la de vámonos Juana!

El  viejo barbudo, con una energía impropia para su edad y usando el bastón de mandoble, se volvió y arreó sendos estacazos al burlón cada uno en su glúteo correspondiente de tal magnitud que el  chaval cayó al suelo redondo, chillando y frotándose las posaderas.
Los otros quedaron paralizados por la sorpresa un momento pero don Ramón ya la había emprendido a bastonazos con el que  mentó a su madre en términos inaceptables. Y la rapaza del lenguaje soez recibió también un buen palo en el culo cuando hizo frente, en plan retador, al de Vilanova.
El que tenía el sombrero lo soltó y se dió la vuelta escapando pero el bastón le alcanzó todavía una oreja, mientras el brioso manco gritaba, ¡Vuelve aquíii, galopiiiíín!.

Se produjo una desbandada general cuando comprendieron que el paisano pensaba calentarles el culo a todos, uno por uno.
El adolescente más joven, que era el más borracho, o colocao con todo, a saber, no se había podido
levantar y seguía riéndose en el suelo. Don Ramón se acercó y al verlo en aquel estado sólo murmuró:

 Yo anuncio la era argentina
de socialismo y cocaína

Luego se arrimó a la hoguera y me llamó, Busque una de esas tazas y rellene esta garrafa, dijo señalándome una de dos litros en la que los guajes llevarían el aguardiente. Rellené la mitad y  me parecía demasiado. Complétela, me dice, que si sobra ya le daremos salida.

Dejamos al chaval riendo y nos fuimos nosotros también más contentos que unas pascuas. Resultaba agradable el calor de la garrafa y mucho más lo fueron los tientos que le íbamos dando mientras nos acercábamos, entre pinos y playas, a la punta sur de la isla.
Era una noche oscura pero amorosa para la época, el nordeste que soplara días antes, se había calmado y venía una ligera brisa cálida del sur que en el continente, lejos del mar, sería más fuerte y echaría al suelo las últimas castañas.

No sé si por la bronca o el aguardente pero Valle estaba excitado, dicharachero y jovial como pocas noches. Nos sentamos bajo un pino mirando hacia la lejana boca de la ría, antes de iniciar el regreso al norte por la costa oeste. Allí fanfarroneó un poco recordando sus andanzas por el Madrid de su época mientras le dábamos chupetones apasionados a la garrafa.

Cuando nos levantamos el agua de la mar parecía fósforo con los destellos de infinitas  luces crepitando en la superficie.

No sé cómo volvimos a Xufre si andando o subidos en una escoba, ni lo que fue de la garrafa, del orujo sí, nos lo bebimos todo, ni qué se hizo de don Ramón. 
Desperté aquí al día siguiente, ayer, a causa de los gritos espantados de una mujer que venía a limpiar la tumba de su esposo. Yo me había metido a dormir en un nicho vacío. Tampoco sé cómo lo encontré ni cómo lo hise.

Felices sábanas.

Man Ta Blón.