miércoles, 7 de diciembre de 2011

Οι πατάτες απο την Χίο


Grecia 2011

Las patatas de Jíos.

Uso la J cuyo sonido me parece el más cercano al de la X griega, para otro de los nombres de una isla cuyas diferentes grafías y sonidos suelen inducir a errores. El más frecuente es confundirla con Ios una de las Cícladas. En letra latina la podemos encontrar como Xíos, Híos, Chíos, Gíos, Quíos..., pero todos los nombres responden a una sola isla, uno de los lugares que más motivos tiene para disputar a otros el honor de haber sido la cuna de Homero.

No sólo reivindican el pueblo donde nació, Volissós, en el oeste, sino tambien el lugar donde ejerció su magisterio de poeta y aedo, en la costa que mira a Anatolia, en la Daskalopetra, la Piedra del Maestro.
A mí, al margen de localismos chauvinistas, me gusta pensar que la atribución es cierta porque se trata de una de las islas más guapas del Egeo norte. Agreste, pétrea, dura y amable a un tiempo con sus profundos valles húmedos y sombríos, o sus desiertos de caliza de vegetación raquítica abrasada por el sol.
Y un azul profundo inigualable, sobre todo en muchos rincones olvidados de la costa donde se bañó el Maestro por primera vez. La que mira a otra islina de la que hablaré más veces, Psará, la de Mitsos, de la parea de Agioi Apostoli de este año.

Estuvimos  en Jíos cuatro días en el 91 e hicimos el periplo completo de las visitas obligadas. Además de lo ya mencionado, la Masticojoria, los pueblos donde se cosecha la Mastika, la almáciga, una resina gomosa que segrega el lentisco, de donde se saca un chicle y una especie de caramelo blanco, muy blando, una golosina refrescante que sirven sumergida en un vaso de agua fría y una cucharilla para ir chupando el caramelo. Para los niños sobre todo, pero también como presente de bienvenida al viajero asfixiado, por ejemplo.
Y allí los preciosos pueblos de Pirgi y Mesta, que conservan intacto todo el sabor de la arquitectura popular, en este caso matizada por sus defensas contra las incursiones de los piratas.

¡Inolvidables ristras de tomates secándose al sol en los balcones!.

Y el interior de la isla alterna el desierto calizo con el verdor de valles como el que acoge el recóndito monasterio del siglo XI, Nea Moní.

Jíos era una isla rica, de astilleros de grandes barcos y armadores, las casas lo atestiguan, en especial la región llana de Kambos. Los capitanes más cualificados eran los suyos. Lo aseguran hasta las canciones griegas.
Ésta, conocidísima, de Giorgos Zambetas es un clásico de la música popular que enseña cómo reunir la mejor tripulacion de un barco: Pare navtaki sirianí, coge marineros de Siros, lostromo pireotis, contramaestre del Pireo, mijánikos mithilinios, mecánico de Mitilene, timoni kalamatianós, timonel de Kalamata ke kapetanos xiotis, y capitán de Quíos.


La capital, del mismo nombre, es una ciudad animada y muy ruidosa en verano, en particular en el entorno del puerto. Pero a causa del jaleo siempre escapamos de allí, aunque nos gusta. Tiene personalidad.
Como en Mitilene, Lesbos, hay cafeníos antiguos señoriales, con espejos enormes y mucha madera vieja, al estilo de nuestros casinos decimonónicos. Y calles donde, según contaba una vieja guía, se olía el humo del narguilé, del haschís.
Allí oímos hablar de y escuchamos por vez primera a Kostas Roúkounas el famoso rebetis de Karlovasi, en Samos que, como no podía ser de otra manera, también pasó por Atenas y el Pireo en los años dorados del rebétiko.

Pero aún frecuentábamos más un local de pitas y asados a la plancha y a la brasa, sta cárbuna, como dicen los griegos, que llevaba un chaval joven, activo y con muy buena mano. Solíamos pedir mia merida, un plato, una ración mediana de los mismos ingredientes que suele llevar la pita, carne de cordero o cerdo, patatas fritas, tzatsiki, y tal vez un trozo de tomate, pepino y cebolla, o una ensalada.

Volvimos a pasar dos veces por la isla.

La segunda sólo fue una escala nocturna de dos horas del Agios Raphael, un ferry antidiluviano con el que era inevitable toparse alguna vez en el Egeo. Hacíamos la ruta inversa a otros años, de sur a norte, veníamos de Samos e íbamos a Limnos.
En esta ocasión sólo bajamos a comer unos gabros fritos en un barín del puerto y a mí por poco me cuesta quedarme en tierra.
Para bajar tuve que enseñar el ticket y al volver lo había perdido. No me dejaban subir ni pagando, los pasajes hay que comprarlos con anterioridad en las agencias pertinentes o en las taquillas externas.
No sé si me bacilaban pero se lo tomaron a pecho. Los ruegos de la morena de mi copla con la que viajaba y el hecho de tener la mochila en el barco no los convencía.

Por fin me dejaron subir porque yo insistía en pagar el trayecto desde allí a Limnos, pero me hicieron abrir la mochila y más tarde me vinieron a buscar y ¡me llevaron a comparecer ante el capitán!. Con mi escaso inglés y mi aún más pobre griego de entonces.
Yo veía a los oficiales muy serios, pero en el capitán enseguida me pareció ver esa mirada sabia y un poco burlona de los buenos griegos, que ahora identifico mejor.
Al final me hizo con la cabeza el gesto de que me podía ir, como si dijera, ¡Anda calamidad, mira a ver si espabilas!, pero no abrió la boca, ni me obligaron a abonar otro pasaje. A otra cosa.
Puedo decir que  casi conocí a un Kapetanos quiota, el del San Rafael, Άγιος Ραφαελ...

Y la tercera hicimos escala de un día en Jíos capital, con la intención de coger la jornada siguiente el kaike, καίκη, que nos llevaría a Psará. Después de diez días en la islina pasamos otros tres en Volissos, y una semana en Ayia Fotini, en el sureste de Jíos. Y un día más, el último, esperando el ferry de Samos, esta vez dirección norte sur.
Siempre que pudimos fuimos a comer o a cenar al bar de las pitas. Pero sólo la última vez sucedió lo que voy a contar y que explicará el porqué del título.

Pedimos un plato de cordero asado con patatas fritas y una ensalada. Nada más comer la primera patata yo estuve seguro que era de mi pueblo.
Tengo buena memoria visual, olfativa y gustativa, demostrada hasta cierto punto, pero el hecho parecía una excentricidad más de entre las varias que he vivido.
Como es natural comenté la sospecha con mi colega. Los dos nos reíamos un poco del hecho, ella por incredulidad pero yo porque estaba absolutamente convencido y me parecía un poco extraordinario. Nunca me había pasado ni se repitió y he comido patatas fritas en varios países, incluídos todos los de la península Ibérica.

Cuando acabamos fuimos a pagar a la barra y le pregunté al chaval de dónde venían las patatas que nos había dado. Dijo que no sabía porque eran congeladas. Pese a que eso podía descartar el conocer la procedencia le dije que si me  podía enseñar la bolsa.
Era de una cadena holandesa de congelados muy famosa. Ví una leve sonrisa de sorna en mi compañera cuando leí Made in Holand, pero mi convicción era tal que busqué mejor.
Cuando encontré el letrero de Envasadas en Barcelona se le congeló un tanto la sonrisa pero no desapareció de su rostro. De acuerdo, las patatas eran españolas pero de ahí a deducir que fueran de mi pueblo había un trecho. El triunfito era sólo parcial, podía ser una casualidad.

Yo no podría demostrar que las patatas fueran exactamente de mi pueblo porque creo que no soy capaz de distinguirlas de las que se producen más arriba o más abajo en la vega del Tuerto. Puedo asegurar en cambio que se trataba de Red Pontiak, Patata Roja, un híbrido americano que lleva un siglo cultivándose en León y en más lugares del país.
Pero hay otro hecho que apoya mi intuición. Gran parte de los 2 millones de toneladas que se producen anualmente en esa vega van a parar a los almacenes barceloneses, que hace más de medio siglo que las tienen apalabradas a las cooperativas y agricultores de aquellas tierras. Esas patatas se envasan en Cataluña para terceros distribuidores que las reparten por todo el mundo.

Si doy por buena la sospecha, que está avalada por miles de patatas consumidas, y que es tanto como fiarme de mi mismo, tengo que concluir que aquellas patatas de Jíos eran de mi pueblo. No es tanto la confirmación incontestable de un hecho como la fuerza de la convicción personal. Creo que me explico. Por eso tampoco se trataba de una competición con mi compañera a ver quién tenía razón y lo califiqué de triunfito.


Patata roja con pulpo a la gallega

Casi más extraordinario parece otro caso, éste de memoria visual, que se demostró cierto. Reconocí 25 años después a una prematura sietemesina de Avilés a la que yo había dado el biberón, primero en la incubadora y después en brazos, cuando trabajaba en aquel servicio. Parece más fantástico pero para mí era menos meritorio, ¡la chavala tenía exactamente la misma cara! ¡Hay que jodése!, lo pequeñín que ye el mundo...

De Roúkounas una canción de su estilo rebétiko titulada  Ούζο,Ούζο. Ouzo, ouzo (Usso, Usso). Los rebetes siempre tiraos al vicio, somos débiles y está rico.



Pasaremos más veces por Jíos, Quíos o como gustéis.

Γεία σας!, Salud.

Ramiro Rodríguez Prada.