domingo, 7 de abril de 2013

Palomares -2


Palomar.  San Justo de la Vega.
León, verano 2012

Buenos días. Aquí tenemos el otro palomar que todavía aguanta en San Justo. Es más grande que el de ayer y tiene incluso ventana en la fachada, pero básicamente es el mismo modelo: cuadrangular, con tejado de teja a una sola agua. Tampoco se ve el lugar por donde entran y salen las palomas, ¡mecachis!...
Esas pequeñas hiladas de tejas en los laterales que superan la altura del resto del tejado, protegían algo a las aves del viento y la intemperie cuando salían a arrullar al sol del invierno.

Las paredes son también de tapia, aunque en éstas no sólo revocaron, también enlucieron, todavía se ve el barro en los desconchones. Los palomares están abandonados y sólo sirven de almacén, trastero o lugar para guardar algo de maquinaria y aperos de labranza.

A juzgar por el tamaño de la guía de la cerradura de la segunda imagen, la llave no debía de ser llavín sino llavona. Apellido asturiano de resonancia y raigambre, también en lo cultural, era el de nuestro querido amigo y maestro, el pintor ya desaparecido José Canellada Llavona, hermano de la primera escritora que publicó en asturiano allá por los años 30, María Josefa Canellada. Son reminiscencias y recuerdos traídos por los pelos, pero que no quiero evitar por simple cariño.

Las llaves de las bodegas tenían cerraduras aún mayores, la de mi abuelo debía pesar un kilo y tendría unos treinta centímetros de larga. La cerradura contaba además con un mecanismo interior manual, un pesado bloque de madera que había que accionar sacándolo de la pared donde estaba encastrado, para lo que había que meter el brazo por las ventilaciones superiores de la puerta que, como sabréis, suelen incorporar todas las bodegas, facilitando así su aireación, junto con las chimeneas que se practican en el fondo de las mismas.

Ya pensé también en otra pequeña serie de bodegas, continuando las construcciones tradicionales de barro, puesto que aquí se escavan en laderas aluviales donde abunda ese material, ideal para las labores del vino. Tal vez más adelante.
Empezamos con palomares y acabaremos hablando de relojería, ¡hay que joderse!.

En fin, que llamó más mi atención la vieja puerta con su potente cerradura que los antiguos palomares, que era lo que había ido a fotografiar. Ese primer plano del tejadillo por donde entran las palomas, que me falta, será en otra ocasión.


El Aleph

La cerradura


La de mis abuelos paternos es una casa de labranza bastante grande, hoy vive sola en ella la hermana pequeña de mi padre, la única con vida ya de once hermanos que fueron, soltera y con 80 años de edad. Pero en su apogeo, cuando todavía vivía mi abuelo, fue una casa bulliciosa con mucha actividad y varios primos con los que jugar al escondite en sus múltiples dependencias.

La casa tiene dos pisos y un desván y da a dos calles, la fachada a la principal del pueblo y la trasera a una de servicio donde están las entradas de las cuadras, los pajares, etc., y que comunica con un patio en cuyo centro hay un pozo con su brocal y su caldero de zinc. Un edificio anejo, que era la parte más antigua de la casa, albergaba la fábrica familiar de chocolate y la cocina con el viejo hogar de suelo, el llar, con las trébedes y las caramilleras, que en el Bierzo llaman berganzas, esas cadenas donde colgaban los potes de la comida nuestras abuelas, cocina donde ahora curaban la matanza.

Uno de mis primos, Andrés, el más cercano a mí por edad y amistad, vivía con sus padres en Zamora pero venía por el verano al pueblo al cuidado de mi abuela. Pasábamos muchas horas juntos. Era entonces cuando jugábamos al escondite seis u ocho rapaces y rapazas. A mí me daban un poco de miedo algunas habitaciones de la casa, grandes, oscuras y desangeladas, o aquellos cuartos auxiliares fríos, que nunca supe muy bien qué utilidad tenían aparte de acumular trastos, polvo y telarañas. Hay lugares donde de niño nunca me atreví a entrar. Pero lo que quería era sobre todo describiros un gran escenario, ideal para la imaginación de un párvulo.

No nos dejaban jugar en el segundo piso de la casa principal donde estaban los dormitorios, pero del resto podíamos disponer a nuestro antojo, y para nosotros era un territorio enorme: al que la quedaba le costaba bastante dar con los ocultos y siempre se le escapaba alguno.

Había sin embargo una habitación en esa planta superior, siempre cerrada, que nos tenía totalmente intrigados. Era un pequeño cuarto interior provisto de una ventana de luces, alta, que daba a la escalera, con una cortinilla echada por dentro. Sólo podíamos ver un poco del interior mal iluminado a través de la gran cerradura. Se alcanzaba a vislumbrar la mitad de una cama cubierta con una colcha o sábana blanca, el resto, hasta el testero, permanecía oculto. Parecía que bajo la colcha hubiera un cuerpo, porque se veían los dos picos característicos que la levantaban en la zona donde irían los pies. Aquello nos tenía trastornados.

Junto a la pared, en el ángulo que ésta formaba con la cama, había arrimada una figura como de metro y medio de altura, cubierta con una de esas capas rústicas de tallos secos de cereal atados por un extremo. El tosco sayo cubría la figura hasta los pies y la ocultaba, de modo que impedía ver de qué se trataba en realidad. Junto a ella más bultos, cubiertos también con sábanas.

Le habíamos preguntado a mi abuela por el contenido de aquella pieza y siempre nos contestaba lo mismo, ¡No andeis enredando por las habitaciones, allí no hay nada, sólo trastos!. ¡Déjenos la llave!, le pedíamos, tratándola de usted, ¡No hay llave, se perdió!, respondía invariablemente.
Ella no era muy niñona, ¡empezó a parir hijos a los 17 años!, pero debía de ser cierto y, de tenerla, nos la hubiera dado sólo porque la dejáramos tranquila. Mirar por el ojo de la cerradura se había convertido en nuestro pasatiempo favorito y el destino de la llave en una obsesión.

Unos días en que debió de haber novena en la iglesia a última hora de la tarde y nos quedábamos solos en casa mi primo y yo, nos pusimos a buscar la llave por todas las cajas y cajones que encontramos. Probamos una docena de las muchas que aparecieron.

Sería ya el último día de la novena, porque recuerdo que la búsqueda fue laboriosa y se prolongó en el tiempo, cuando por fin dimos con ella.
Estaba en un lugar insospechado, ¡bajo el piso del cuarto secreto, precisamente, en el hueco de la escalera!. Era un michinal donde guardaban el calzado. Bajo una montaña de botas embarradas, zapatos y alpargatas de los ocho varones que habían vivido los últimos años en esa casa, había un cajón de limpiabotas gigantesco, de esos que se despliegan como algunos costureros antiguos, lleno de latas de betún seco, cepillos, cantoneras y bayetas para dar brillo. Nada más verla entre los cachivaches, de hierro, grande y pesada, estuvimos seguros de que era nuestra llave.


San Justo de la Vega
León  2012

Nos dio la tabarra la dichosa cerradura, oxidada como estaba. El cuarto debía de llevar años sin abrirse y la pesada puerta de madera se resistió y rechinó cuando la empujamos. Era ya bastante tarde. Una nube de polvo gris se levantó al abrir y la escasa luz de la escalera aclaró un poco los contornos. Del techo colgaba un cable con un casquillo de porcelana en el extremo, sin bombilla.

Quedamos los dos paralizados mirando el presunto cadáver sobre el catre, yo sentía el corazón al galope. Levantamos la sábana de golpe con un ojo cada uno puesto en la puerta para salir corriendo.

No era más que un jergón muy basto de hojas de maíz, con tantas protuberancias que semejaban un cuerpo tendido bajo el cobertor, ni sábana ni colcha, hecho con sacos blancos de algodón que llamamos quilmas, cosidos entre sí, y que se usaban para guardar y transportar la harina.

Enseguida nos volvimos a la extraña figura arrimada a la pared junto a la cama, ya más serenos. Le quitamos aquella medio capa medio caperuza de paja y ¡oh sorpresa, era un cabezudo de cartón piedra! Estaba muy deteriorado. Representaba a un enano gordinflón con los mofletes hinchados por la risa que todavía conservaban el colorete. En la cabeza tenía un boquete del tamaño de un puño, le faltaba una de las piernas hasta la rodilla y la casaca roja y el pantalón negro estaban rajados y con la pintura muy deteriorada. Era de nuestra estatura, más o menos.

Al volverlo y encararlo, nos miró con tanta pena que los dos nos quedamos helados. Mi primo musitó, ¡Vamos, que nos va a pillar abuelita!. Sin atrevernos a girar contra la pared al pobre cabezón ni a vestirle el sayo de centeno, cerramos la puerta y bajamos las escaleras en silencio, sobrecogidos y tristes. Guardamos la llave en la caja del limpiabotas y nunca más hablamos de aquella tarde de verano. Tampoco volví a entrar en aquel cuarto ni sé qué fue del enanito.  


Ramiro Rodríguez Prada


Mr. Scruff.   Jazz Potato.


Salud