miércoles, 6 de marzo de 2013

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Atapuerca
Burgos  2012


Salí a tirar la basura



muy convencido de que esta vez no habría sorpresas, sin embargo por mucho que digan no basta la autosugestión y las cosas suceden porque sí, o por alguna razón, pero al margen de nuestro propósito. Ya el escenario me despistó nada más poner el pie en la calle. Estaba en el aparcamiento de un hostal de carretera en medio de lo que parecía la llanura castellana, en un día soleado pero muy frío. No tenía idea de qué hacía en aquel lugar, sólo las bolsas en las manos me permitían un mínimo agarre a la realidad. Dos grandes trailers gemelos con matrícula alemana arrancaron al otro extremo de la gran explanada y echaron a rodar hacia la carretera. Eran los únicos vehículos estacionados allí, cerca de los contenedores de basura hacia donde me dirigía, y todavía tuve tiempo de ver el rostro del conductor del segundo camión. No le di mucha importancia a la fea cara del tipo, que me miró de mala manera, me inquietaba más una cierta calidad extática de todo lo que me rodeaba. La luz amarillenta caía sobre los objetos, y el cielo, de un profundo azul, parecía el manto de una Virgo Intemerata. El bramido ronco de los tanques alemanes desapareció en la distancia y ni un sonido alteraba aquel silencio cuando llegué a mi destino. Los colores vivos de las tapas de los contenedores, la soledad e infinitud de la llanura, la inhumanidad de ese cielo inmenso, o aquel deprimente aparcamiento vacío..., no sé lo que fue. No me atreví a abrir los cubos. Dí media vuelta y volví sobre mis pasos sin dejar las bolsas. Iba nervioso, mirando hacia atrás. Estaría a mitad de camino entre los cubos y el hostal, cuando me pareció que las tapas de los contenedores se alzaban solas. Me paré un momento y vi cómo de cada uno empezaban a salir paisanos peludos con taparrabos y lanzas en las manos. Eché a correr hacia la puerta sin pensar. El hostal estaba cerrado y por lo que veía a través de las cristaleras, abandonado desde hacía años. Me rodearon contra la puerta gruñendo, dando alaridos y blandiendo amenazadores sus lanzas, pero de cerca no parecían tan fieros, tal vez sólo querían asustarme sin intención real de atacarme. Entonces se empezó a escuchar el sonido de los cascos de un caballo lanzado al galope. Desde la carretera entró en la otra punta de la explanada un bayo con un jinete acorazado y con un espadón gigantesco en la mano derecha. ¡El Cid!, oí que gritaban con claridad los peludos al tiempo que se dispersaban rápidamente. El Campeador pasó con su Babieca y su Tizona como una exhalación persiguiendo a los monos sin prestarme atención. En pocos segundos desaparecieron todos y volvió la soledad y el silencio. Regresé a los cubos, tiré la basura y me metí en el del cartón, el más limpio y caliente. Olía a tigre.


Desde Santurce a Bilbao Blues Band.   El hombre del 600.


Salud y felices pesadillas.

ra