domingo, 10 de marzo de 2013

40


San Justo  2012


Salí a tirar la basura.



Era una noche de invierno pero hacía un calor más propio del verano, así que todo estaba lleno, los bares, las terrazas. En la plaza cercana había grupos de personas sentadas en la hierba y muchos niños todavía levantados, algunos jugando un partido de fútbol en el centro de la plazuela bajo la luz de las farolas. De hecho parecía más un día festivo que uno laboral, como era el caso. Tanto los cubos de basura como los contenedores, estaban ocupados por timbas de jugadores de cartas que tenían extendidos los tapetes con los naipes sobre las tapas de los contenedores. Por no molestar haciéndoles levantar las partidas me fui a otro punto limpio no muy lejano. Después de recorrer media docena de basureros, mal llamados limpios, todos ocupados, y de atravesar la ciudad de parte a parte, salí a un descampado de las afueras. En un solar con algunos restos de viejas paredes había un grupo de contenedores debajo de una bombilla mísera, típica de la iluminación del extrarradio. Encima del contenedor del plástico echaban una partida cuatro tipejos de pésima catadura, los otros estaban libres. Dije buenas noches al pasar junto a ellos y los dos que estaban de espaldas se volvieron, sin embargo sólo oí un gruñido por toda respuesta sonora. Entre las bolsas que llevaba había una con plásticos, pero la tiré junto a la orgánica, después dejé el cristal. Mientras realizaba esta operación rutinaria que no me llevaría más de un minuto, pensé en lo desprotegido que estaba en ese lugar si a aquellos tipos les diera por asaltarme, aunque no llevaba dinero encima. Miré hacia ellos y sólo entonces reparé en el extraordinario parecido de los que tenía enfrente con dos expresidentes de Gobierno: uno era clavao a Rajoy y el otro a Zapatero. Pensé que ya me había vuelto a saltar de sueño, que nada en aquella noche era en realidad normal, que esto no era posible. Agaché la cabeza como para alejar aquella mala visión y eché a andar con intención de no decir ni pío al pasar a su lado. Pero esta vez fue uno de ellos el que me llamó, ¡Eh, oiga, tiene fuego?!. No sé porqué dije que sí, quizá porque sí lo tenía, porque me trató de usted..., ¡y porque aquel era el timbre de Felipe González! y eso ya me pareció el colmo. Me acerqué con el mechero en la mano y el más cercano a mí, que resultó ser, ¡oh sorpresa!, Jose Mari, más que tomarlo me lo arrebató de un zarpazo, le dio fuego a los otros, prendió su cigarro y se guardó el mechero en el bolso. Por lo que pude columbrar estaban jugando al mus con las parejas cambiadas en varios sentidos, Felipe/Rajoy contra Aznar/Zapatero. No sentía interés alguno por el resultado o las artimañas de esa partida de tahúres pardos. Dije adiós y nadie contestó, ya habían dejado de prestarme atención, yo estaba cansado y aquello no tenía sentido. Salí pitando pensando en no volver la cabeza, aunque en mitad del descampado me pudo la curiosidad como a la mujer de Lot. En los contenedores no había nadie, pero de uno de ellos salía una radiación extraterrestre, pensé que nada perdería por acercarme a oler un poco. La luz procedía de unos maletines mal cerrados que dejaban al descubierto las esquinas de grandes sobres. No me atreví a meter allí la mano y me fui a casa sin tropezar con nadie por el camino, la ciudad parecía abandonada, hacía un frío mesetario. 



M. S. Pernía. María Jimenez.    Se acabó  (+ vídeo)

sábado, 9 de marzo de 2013

39


Oviedo  2012


Salí a tirar la basura.



Desde que pisé la calle tuve el pálpito de lo ya visto. Es normal, pensé, son miles de veces las que he salido a tirarla, tienen que repetirse las situaciones en parecidas circunstancias, con pequeñas variantes que las convierten en únicas, es cuestión de reconocerlas. En ese momento cae uno de la burra, ¡no hay premonición, todo es nuevo cada segundo, la historia no se repite!. Pero la sensación de haber vivido la misma escena es tan potente que da la sensación de que podremos adivinar lo que va a suceder en el minuto siguiente. La temperatura era veraniega y todavía se veía a mucha gente paseando. Al llegar a los cubos, dos coches subían por la calle acelerando a tope, compitiendo por ocupar el primer puesto en el siguiente semáforo. Me dio un escalofrío. Uno de los conductores debió perder el control, quizás por un reventón, y se fue contra una farola a menos de veinte metros de donde yo estaba. El automóvil comenzó a arder de inmediato. Los paseantes que estaban aún más cerca del accidente chillaban, algunos intentaron acercarse sin resultado, se oían gritos saliendo del coche. Entonces vi al conductor a través de las llamas, estaba atrapado y pedía ayuda desesperadamente. De un bar cercano salieron con un extintor. No sirvió de nada. Poco a poco los gritos del hombre se fueron apagando. El humo y el fuego taparon por completo al coche. Yo me había quedado inmóvil junto a los cubos, estaba horrorizado y como clavado al suelo. Cuando a los pocos minutos llegaron los bomberos, me pude mover al fin. Entré en casa y me metí en la cama. No es posible haber vivido dos veces una historia así, pero eso era lo que sentía. Desperté muy temprano con una pesadilla: yo era el atrapado entre las llamas y miraba a un tipo parado en la acera, junto a unos cubos de basura, pidiendo auxilio.

 
 
Los indiferentes
 
 
 
 
 

Salud y felices pesadillas.
 

ra

viernes, 8 de marzo de 2013

38



Albons
Girona, julio 2012


Salí a tirar la basura.


Hacía frío. Me pareció que era de día, una tarde de sol y nubes con un poco de vientecillo, pero muy frío, afeitaba el bigote, un bigote que no llevaba, por cierto, de haberlo llevado lo hubiera perdido ahí  mismo. Decía que sería de día, pero yo todo lo veía negro, juraría que era una noche muy cerrada, sin luna. Había una farola solitaria alumbrando míseramente la acera de enfrente donde se adivinaba la masa indistinta de los contenedores. Vi que por la acera bajaban tres personas caminando a buen paso, delante un hombre, le seguía una mujer a cuatro o cinco metros y otros tantos más atrás un rapaz como de diez años. El hombre y la mujer iban discutiendo en voz alta y gesticulando, por las ropas y el idioma pensé en emigrantes balcánicos, quizá gitanos, me pareció reconocer en ella a una mujer que pedía en la entrada de un supermercado cercano a casa. Me fui a cruzar con ellos frente a los contenedores, habían interrumpido la bronca cuando me vieron acercarme y esperaron a que tirara las bolsas para pedirme una ayuda señalando al rapaz, que no se detuvo, me miró un momento al pasar, con más cara de cansancio y vergüenza que otra cosa y siguió caminando. Me hubiera gustado pararlo y darle a él la pasta pero se la hubieran quitado. Volviendo a casa vi cómo se alejaban calle abajo reanudando la disputa y manteniendo las distancias previas; antes de desaparecer en una esquina, el hombre cruzó de acera para entrar en el oscuro bar de húmedas paredes de mi calle. La mujer y el niño siguieron su camino. Entré en casa pensando en el amor familiar. La oscuridad y el silencio eran completos y yo me eché a llorar.


Garfunkel & Oates.   Fuck me in the ass because I love Jesús.



Salud y felices pesadillas


ra


P. D. La música es una gentileza de los  Contradiarios de José Luis Moreno-Ruiz y su amigo Ramón.

jueves, 7 de marzo de 2013

37


Oviedo  2012


Salí a tirar la basura



no importa en qué condiciones físicas, pero siempre animoso. Por la radio de un coche con la puerta abierta, aparcado cerca de los cubos, escuché al pasar que un par de personas mayores se habían suicidado al recibir una orden de desahucio. Pensando en ello, cuando dejé las bolsas me apetecía gritar, pero las repartí en los lugares apropiados soltándolas con cuidado, como si temiera romper algo, y en respetuoso silencio. Había perdido el buen ánimo, aunque conservaba cierto control. Iba calculando qué haría más daño al problema de la vivienda o, por el contrario, qué acción sería más eficaz para solucionarlo, ¿el suicidio de un inquilino moroso o el atentado mortal contra un ministro del ramo?



Suicide.     Rock&roll is killing my life.



Salud y felices pesadillas



ra

miércoles, 6 de marzo de 2013

36


Atapuerca
Burgos  2012


Salí a tirar la basura



muy convencido de que esta vez no habría sorpresas, sin embargo por mucho que digan no basta la autosugestión y las cosas suceden porque sí, o por alguna razón, pero al margen de nuestro propósito. Ya el escenario me despistó nada más poner el pie en la calle. Estaba en el aparcamiento de un hostal de carretera en medio de lo que parecía la llanura castellana, en un día soleado pero muy frío. No tenía idea de qué hacía en aquel lugar, sólo las bolsas en las manos me permitían un mínimo agarre a la realidad. Dos grandes trailers gemelos con matrícula alemana arrancaron al otro extremo de la gran explanada y echaron a rodar hacia la carretera. Eran los únicos vehículos estacionados allí, cerca de los contenedores de basura hacia donde me dirigía, y todavía tuve tiempo de ver el rostro del conductor del segundo camión. No le di mucha importancia a la fea cara del tipo, que me miró de mala manera, me inquietaba más una cierta calidad extática de todo lo que me rodeaba. La luz amarillenta caía sobre los objetos, y el cielo, de un profundo azul, parecía el manto de una Virgo Intemerata. El bramido ronco de los tanques alemanes desapareció en la distancia y ni un sonido alteraba aquel silencio cuando llegué a mi destino. Los colores vivos de las tapas de los contenedores, la soledad e infinitud de la llanura, la inhumanidad de ese cielo inmenso, o aquel deprimente aparcamiento vacío..., no sé lo que fue. No me atreví a abrir los cubos. Dí media vuelta y volví sobre mis pasos sin dejar las bolsas. Iba nervioso, mirando hacia atrás. Estaría a mitad de camino entre los cubos y el hostal, cuando me pareció que las tapas de los contenedores se alzaban solas. Me paré un momento y vi cómo de cada uno empezaban a salir paisanos peludos con taparrabos y lanzas en las manos. Eché a correr hacia la puerta sin pensar. El hostal estaba cerrado y por lo que veía a través de las cristaleras, abandonado desde hacía años. Me rodearon contra la puerta gruñendo, dando alaridos y blandiendo amenazadores sus lanzas, pero de cerca no parecían tan fieros, tal vez sólo querían asustarme sin intención real de atacarme. Entonces se empezó a escuchar el sonido de los cascos de un caballo lanzado al galope. Desde la carretera entró en la otra punta de la explanada un bayo con un jinete acorazado y con un espadón gigantesco en la mano derecha. ¡El Cid!, oí que gritaban con claridad los peludos al tiempo que se dispersaban rápidamente. El Campeador pasó con su Babieca y su Tizona como una exhalación persiguiendo a los monos sin prestarme atención. En pocos segundos desaparecieron todos y volvió la soledad y el silencio. Regresé a los cubos, tiré la basura y me metí en el del cartón, el más limpio y caliente. Olía a tigre.


Desde Santurce a Bilbao Blues Band.   El hombre del 600.


Salud y felices pesadillas.

ra