martes, 26 de noviembre de 2013

Lenguas melladas


Lengua moribunda


Lenguas melladas


No sé si Don Ramón se citó con el Legía para el día siguiente, el caso es que llegamos a mi casa sobre las dos de la mañana. Todo el mundo en el piso dormía en paz. Nos metimos en la cocina y Valle pidió un poco de chorizo y vino para acompañar. Se había olvidado de la "noche de renuncia", argumento que esgrimió ante el Legía para no dejarnos ir de farra con ellos de puticlub en puticlub. Velaba por su criado Eusebio más que un padre por su hijo.

Sentados en torno a la mesa camilla, dimos cuenta de una tripa y tres botellas de clarete del Bierzo, regalo de la cosecha de un familiar. ¡Sublime!, roncaba el manco cada vez que vaciaba el vaso.
Después de la aventura de las campanas, de la angustia final con los municipales, que pudo acabar en el calabozo y, sobre todo, de la sed de la cecina que habíamos comido, el vino sabía a Milagro Musical, mucho más que la Wamba. Visto y no visto.
A medida que masticábamos el chorizo y trasegábamos lo de Baco, íbamos recuperando también, poco a poco, el oído.

Fue generoso el manco con su criado Sebio en esta ocasión, porque le permitió beber la parte proporcional que le tocaba. Parecía que estuviéramos comulgando. Al chaval se le cerraban los ojos del pedete berciano y el cansancio. Valle lo espabilaba, ¡Aprovecha, ternero, que no mamarás más en un mes!

El de Arousa me preguntó después si me quedaba alguna de aquellas botellas de brandy, Que tenemos a medias, dice guiñándome el ojo zurdo. ¡Incombustible el viejo chivo!
Lo acompañé con la primera copa. A Sebito no le echamos, le colgaban las orejas y los belfos y se le caía la cabeza sobre el pecho, los ojos como guisantes. Yo estaba también pa consagrar, pero aguantaba por puro amor propio y cortesía hacia el maestro.

Farfullábamos ya, más que hablábamos. Iba a servirme la segunda pero lo detuve, ¡Me voy a la cama, don Ramón!
Eusebio se levantó como un autómata, tambaleante y medio sonámbulo.
Pueden dormir en el salón, ¿quiere verlo?
Ya lo conozco, pollo.
Voy a por dos mantas.
Usebio vino detrás de mi con la cabeza agachada y los ojos entrecerrados y cogió las mantas que le pasé. Le indiqué los sillones donde podía echarse. Se tumbó en silencio en un tres piezas y aún sacaba las piernas fuera. A los dos segundos roncaba.

En la cocina Valle apuraba la segunda copa.
¡Hasta mañana, don Ramón!
¡Hasta mañá, galopín, yo quedo en Santa Compaña!, y atrajo la botella hacia sí, la agarró por el gollete y echó un trago largo.
¿No se le mellarán los dientes, maestro?
Definitivamente el genial manco estaba de buen humor esa madrugada y por primera vez, que yo recordara, sonrió y me dedicó un piropo donde yo esperaba ya el chisterazo:
¡Va aprendiendo, carchuto, siga así!

Mi esposa dormía como la santa que es, y yo no recuerdo nada más que la tibieza de las sábanas al meterme en la cama.

Desperté bastante temprano, con la cabeza floja, al escuchar en la calle el chiflo de un afilador. Me levanté para saber de los dos célebres. En el centro de la camilla dormían los vasos y la botella vacía de Terry. En la sala no había nadie. El butacón donde se echara Sebito conservaba, sin embargo, parte de las huellas de su corpachón. Los otros asientos estaban intactos.

Abrí la ventana para ventilar la habitación y pude oír entonces parte del pregón del afilador.

¡El afiladoooor!

¡Afilo dientes, cuchillos, navajas, espadas y tijeras,
hachas, hoces, lenguas, machetes y azuelas!...
¡Vendo agujas, dedales y cosas de tendero, 
piedras de afilar, de alumbre y de mechero!...

¡El afiladoooor!

En ocasión más propicia hubiera salido a que me afilara la lengua, me parecía humorada de don Ramón, pero...

¡El afiladooooor!


Ramón Ferreros Fabar, Ramonón el de Ludivina, apañacastañas, pesahuevos al tiento. 


Época.  No estoy bien.



Salud

domingo, 24 de noviembre de 2013

94


Tren de contenedores.
Aeropuerto. Kos. Grecia, julio 2013.


Salí a tirar la basura


consciente de que estaba fuera de mis cabales. Ya nada más pisar la calle me vi perdido. Arrastré las bolsas por toda la ciudad y mucho más tarde, cuando pasaba junto a una estación de ferrocarril, me apeteció entrar en la cantina, que tenía luz, a tomar un café. Dejé las bolsas a la puerta pensando en que tal vez alguien de la estación pudiera hacerse cargo de ellas y las tirara. Me parecía extraño no haber visto ningún contenedor, ni siquiera papeleras, en las dos o tres horas que caminé por la ciudad. En la cantina sólo había dos hombres en la barra con cara de insomnes aburridos. Pedí un café solo y me dediqué a saborearlo despaciosamente. No tenía prisa ni sueño, sólo me notaba un poco atontado y, bueno, perdido, seguía sin saber dónde estaba. Me da un poco de corte preguntar dónde estoy y prefiero descubrirlo por mi mismo. Pagué el café y me disponía a salir al andén cuando por la megafonía anunciaron la llegada de un convoy. Un mercancías. No sé porqué me entró prisa y salí rápido, como si lo fuera a perder. Las bolsas seguían junto a la puerta, las cogí y subí al tren. Al amanecer desperté dormido sobre las bolsas de un contenedor repleto, en una larga fila de ellos alineados en una vía muerta, muy lejos de casa.



Adoniram Barbosa. Gal Costa.  Trem das onze





Salud y felices pesadillas


ra


sábado, 23 de noviembre de 2013

93


Lefkos. Kárpazos.
Grecia 2013.


Salí a tirar la basura



un tanto perjudicado de la parte superior. Había tenido un día malo malo, el hombro me estuvo dando guerra a todas horas y la comida me salió regular. Cayó el termómetro y la humedad era muy alta. Como no me hizo nada el calmante de la mañana, en el almuerzo bebí un poco más de la cuenta, a ver si me daba el sueño y por lo menos descansaba un poco de esa molestia continua. Pero no suelo dormir la siesta y el ruca ruca no me abandonó ni después de una larga sobremesa con aguardiente. Por la tarde lié también algún preparado herbáceo y acompañé la escasa colación de la noche con más vino. El dolor no cedía. Lo que iba cediendo era mi poca lucidez, y cuando salí a la calle con las bolsas ya cosa no sabía/ y el ganado perdí que antes seguía. Dije perjudicado, la realidad es que tenía un pedo tan grande que no me cabía en el culo. En la calle había una marejada de la hostia y yo iba de banda a banda, menos mal que no caí por la borda, o sea, por el murete de babor al piélago de la acera. Tambaleándome llegué a los cubos y deposité mis desperdicios. Lo único que seguía notando, además del meneo de la embarcación, era el puto hombro. No sé cómo lo hice, uno de esos gestos atávicos de los borrachos: descargué el hombro en uno de los cubos y fue como si me hubiera quitado un peso de encima, incluso cuando volví a casa me notaba menos afectado de la parte alta, y parecía que apenas hubiera una ligera marejadilla. Cómo siguió el asunto lo desconozco, pero amanecí dormido en el salón, tapado con una manta y la botella de orujo al lado. El hombro se había calmado algo, pero tenía un dolor de cabeza curioso, seguía el oleaje y la resaca era descomunal. Pensé que esto de salir a tirar la basura era un cuelgue muy duro a veces, sobre todo con mala mar.



Chavela Vargas.  En el último trago.


http://www.youtube.com/watch?v=mYqRtsqQAoM


Salud y felices pesadillas.


ra

viernes, 22 de noviembre de 2013

92


¿Saliendo de la crisis o echando el resto?


Salí a tirar la basura



nada más escuchar al camión que deja los cubos vacíos en la acera, frente a la puerta del edificio. La razón de salir tan pronto no es otra que depositar las bolsas antes de que se llenen los contenedores, porque últimamente me encuentro otra vez cubos colmados, incapaces de tragar toda la mierda que soltamos los vecinos. Pero de nuevo llegué tarde. No habían transcurrido ni cinco minutos desde que pasaron los del camión, lo que significaba que muchos estaban ya preparados cuando pusieron los contenedores. ¿Qué sucedía, volvíamos a la normalidad de antes de la crisis? ¿Los excedentes y desperdicios de los hogares recuperaban sus volúmenes habituales? No era esa mi impresión, más bien la contraria. Día a día el deterioro de las condiciones de vida era más visible. Sólo por poner un ejemplo: el vecino que acababa de dejar una gran bolsa sobre uno de los cubos repletos, cuando yo bajaba de las escaleras a la calle propiamente dicha, había comprado un Mercedes flamante viendo que su pequeño negocio de persianas prosperaba con el boom inmobiliario. De una docena de operarios pasó en dos años a trabajar con su hombre de confianza y un joven yerno que incorporó a la empresa cuando éste perdió su trabajo. Entonces los chavales, que tenían ya una niña pequeña y un piso a estrenar, tuvieron que abandonar su hogar y venirse a vivir con los padres de la chica, mis vecinos. Todo esto lo sé por Radio Escalera, una marujona que se encarga de informar a todo el portal, y al de al lado, aunque, en mi caso, apenas la saludo alguna vez por mal entendida educación o despiste. Por ella sabemos que finalmente ha tenido que cerrar el taller y ha perdido también el coche, al que ya había echado yo en falta en el aparcamiento. Anda ahora con un furgón familiar de segunda mano que aparca en la calle. Su hijo, que se había independizado hacía unos años, perdió el trabajo y vive ahora en el hogar paterno, de momento cobrando el paro, pero sin expectativas de encontrar uno nuevo. No sé cómo se las arreglan para vivir todos juntos en el piso, porque en casa sigue todavía la hija más pequeña, que está terminando su carrera y, desde hace algunos años, la madre de la señora, que arrastra un problema de Alzheimer severo y apenas sale de casa. Más el perro, un schnauzer gigante que es buen amigo mío. Al cruzarme con el hombre nos dijimos buenas noches pero él evitó mi mirada. Coloqué las bolsas como mejor pude y al marchar creí oír como un gemido, al tiempo que algo parecía moverse en el interior de la bolsa que el vecino había dejado. Me dio un repeluzno y volví a casa tratando de no pensar en nada. Al día siguiente tenía cita con el majara de mi psiquiatra.


Eric Burdon and The Animals.  Year of the guru.




Salud y felices pesadillas


ra

jueves, 21 de noviembre de 2013

91


Tan tiesos, pura apariencia.


Salí a tirar la basura


con una de esas talanqueras que uno pilla sólo de vez en cuando, ¡qué se yo!, ¿una vez al mes como aconsejaba Hipócrates? Todo fue medio circunstancial, quiero decir que no tenía previsto beber más de la cuenta ese día. El caso es que salía guapo. Por la mañana había tenido la visita de un colega con el que descorché una botella de vino. Comimos algo de queso para acompañar, escuchamos música, fumamos unos pitos y charlamos. Se fue dejándome un tiempo para hacer la comida y lo acompañé hasta la calle. En el portal me dice, ¡Vaya un pedo que tengo! Me culpa de ser un pervertidor de menores, ¡si es mayor que yo, y abuelo! No contesté, ¡soy inocente!, pero estaba igual que él y me eché a reír, confirmando de ese modo lo que acababa de decir mi amigo. En la comida, en cambio, no me excedí y bebí sólo dos vasos. Pero por la tarde tuve la visita de otro camarada al que le gusta el café y si lo hay, el orujo. Y lo tenía. Había rellenado hacía poco una frasca de tres cuartos de uno muy potente y la había metido en el congelador. Un café y otro. Y unos cigarros. Y cafetera va y cafetera viene y, entre medias, un chupito de aguardiente, y otro, y limpia la taza con un chorrín, y otro más. Estaba helado, denso y dulzón, y entraba como hidromiel. Sólo cuando habíamos bajado media botella y el orujo empezaba a calentarse, nos dimos cuenta del pedazo de cacho de trozo de calentón que teníamos nosotros. Salimos a la calle para dar un paseo y airear. El camarada llevaba un cegaratón de la ONCE y estaba empeñado en llevarme a cenar a un sitio que había descubierto recién. Pasear nos despejó un poco, pero en la cena empapamos otras dos botellas de vino, nos tomamos nuestros cafés y nos invitaron a los chupitos. No estaba tan bueno como el mío, pero sobre todo no bebimos tanto. No obstante salimos ya tambaleantes del bar. Antes de despedirnos todavía quiso tomar un cacharro en un pub cerca de casa. Él ya conoce el Oscuro Bar de Húmedas Paredes de mi calle, pero los dos temíamos esas escaleras empinadas y mohosas, donde tantos rokeros se han descalabrado. Cuando se fue, era casi la hora del paso de los camiones de la recogida y pensé que igual todavía tenía tiempo de sacar las bolsas. Aunque enseguida me fatigo, como la calle baja, me dio por acelerar un poco la marcha. Iba haciendo eses de lado a lado de la acera y poco a poco, con la inercia, fui cogiendo velocidad. Parecía que las piernas funcionaban solas y me despreocupé, pero lo que no era capaz de controlar eran las curvas. Llegó un momento en que dejé de controlar también la velocidad. Estaba muy cerca de las escaleras del edificio, pero iba ya totalmente desarbolado, y en quinta. En la última curva, cuyo arco acababa al pie de la escalera, derrapé y me estampé contra el penúltimo escalón. Me hice un rasponazo en la nariz y notaba en la cara la humedad viscosa de la sangre. Pude levantarme y llegar a casa. Ya se habían acostado. Cogí las bolsas y salí. Pero era de día y los cubos estaban vacíos y apilados para la noche siguiente.


Flema.  Siempre estoy dado vuelta.




Salud y felices pesadillas.


ra