jueves, 8 de septiembre de 2011

Atenas -4



Grecia, agosto 2011


Alboradas limpias como la inocencia. Y amaneceres de oro viejo sobre el Imitos. Destellos amarillos, verdes de los olivos del Ática, glaucos como los ojos de Atenea, iluminan las calles mortecinas y, de pronto, todo se transfigura. Se ve nítido el contorno de las cosas, de las personas, solas pero iluminadas por esa luz pura e irreal que las anima, que les da un ánima, un alma.
Poco a poco Atenas se levanta, lo que no parecía posible ayer, y hace correr el agua. Así la he creído ver alguna vez.

Algo parecido podría ser un amanecer ateniense para quien no la tiene, el alma, en vilo o vendida al diablo. Porque hay despertares muy muy duros.
Se puede oler el mar, aromas que arrastra el Avra matinal, el airín que llega del Pireo, que en el centro apenas se intuye. Aún así Atenas sigue teniendo en ocasiones ese aspecto de puerto de mar desvencijado y viejo que se despereza a un sol inclemente y a un azul contumaz, y a la inversa.

Pero siempre hay sombras, y frescuras. Las plazoletas y sus árboles, las terrazas sombreadas. Muchos locales pequeños y escondidos, en un rincón, en el bajo, en el principal, en el primero, en el patio de mi casa, en la terraza, en el patio de luces, en un callejón, en una calle ciega, sin salida, en el semisótano.

Atenas, agosto 2011

Librerías de viejo del tamaño de una maleta en las que tiene que salir el dueño para  que tú puedas echar un vistazo.
Salvo por el tamaño monstruoso que a llegado a alcanzar la capital en un país tan pequeño, cualquiera diría que, en lo que se refiere a la pobreza sobre todo, no es tan diferente a aquella que describía Roidis en sus paseos a principios del XX, hace un siglo.
Es gracioso que Atenas, aunque sólo nombre a una diosa, en castellano suene a plural, porque lo es. Por otra parte como muchas grandes ciudades, el mestizaje es un hecho, y la diversidad.

No seríamos justos con Atenas si sólo citáramos sus miserias.

La coronada de violetas. Todos los escritores, griegos o extrajeros, mencionaron el color de su cielo, el violeta de la Acrópolis y de la atmósfera suspendida sobre la ciudad, color que a veces se palpa a ras de suelo.
No es el color del vinoso mar de Homero, ni el violeta profundo casi cian, el morado de los atardeceres limniotas cuando se pone el sol junto a Athos. Es un violeta suave y sutil, aéreo, que parece reconciliar por momentos al mundo, cuando el sol, en el ocaso, se va por el Pireo y quedan flotando en el aire solas, inmóviles, las imágenes, las cosas, nosotros...

¡Y en esto llegó...la contaminaçao!

Salud, yasas, y buenas toses!

Barbarómiros.

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