sábado, 10 de septiembre de 2011

El chibuquí de don Ramón


Los pies del auriga de Delfos
Grecia 2010

Esta vez dejamos a Valle-Inclán, vestido como para un funeral, en un semáforo de Atenas.

Días después, una noche en que atravesaba una plazoleta poco iluminada de Exarjía, lo veo aparecer detrás de unos naranjos amargos. Me asusté un poco porque se presentó de repente, como hecho a propósito para espantarme, pero no blandía  amenazador el bastón, aunque yo ya había salido por pies.

¡Aguarde, aguarde!, me dijo con voz pausada y sin agresividad. Me paré porque a esa distancia ya no corría peligro, pero no cedí ni un paso.
¿Me puede indicar, si es usted tan amable, por dónde se va a la celda en la que murió Sócrates?
Quedé mudo y perplejo. El viejo me estaba tomando el pelo. A las cuatro de la mañana surge como una aparición, me pregunta por la prisión de Sócrates y no hace mención alguna a la sañuda persecución con la que me maltrató mes y medio? ¿Y aquello de, ¡Ven aquiiií, galopiiiíínn, aquííí se paga con sangreee!?. Este paisano chochea, pensé.
Está muy lejos, le contesté.
No importa, ¡tengo toda la vida por delante!, me dice, y se reía con su propio chiste como un abuelete.
Si quiere lo acompaño. No podía creer que hubieran pronunciado mis labios tales palabras. Me dió la sensación de estar poseído, de que alguien me suplantaba hablando por mi boca. Pero ya no había remedio, estaban dichas.
Si no es molestia para el caballero, respondió él muy formalista y educado.
Sígame, por favor. Definitivamente no era yo.

Y allá nos fuimos los dos tomados del brazo porque, al primer tropiezo, se me colgó y ya no se soltó hasta el alba, cuando cantó el gallo de Esculapio y le contestó el de Hermes, mientras a Sócrates, en su mazmorra, lo iba ganando el frío.

Hablamos de un montón de cosas durante el resto de la noche y le recité todos los versos suyos que recordaba, algunos me los hizo repetir, vivaracho y vanidoso, ¡Muy bien, muy bien, recita usted muy bien! Esa leve inflexión en las mejillas no está mal, me decía para animarme a recitar de nuevo, Y las niñas que acuden al sermón/ mejillas sonrosadas por el frío/ de Astorga, de Zamora, de León. No me atreví a  recordarle aquella que había dado origen a la implacable persecución en Desde la popa, cuando escribí sagada por sagrada. Por temor a que por el hilo del principio devanara de nuevo el ovillo. Pero esos versos  no puedo evitar repetirlos aquí, brindis al niño que todavía haya en nosotros:

En mi ardor infantil no cupo el miedo;
La vaca vino a mí, de luz dorada
y en sus ojos enormes, con el dedo,
quise tocar la claridad sagrada.

Intenté sonsacarle algo sobre la persecución pero no sabía nada de nada. No quise insistir, no me fuera a reconocer y a liarse otra vez la manta a la cabeza. Le pregunté sobre los motivos de su estancia en Atenas y me informó de que tenía una cita con un turco. No sé que líos se traerá este hombre en la perola. Quería comprarse un buen chibuquí para fumar, y bajaba la voz y me apretaba el brazo, Un kifi de Casablanca que me trae un legía de Vigo que está en Sidi Ifni. Que no don Ramón, le decía yo, que la legión ya se fue del Sahara, será un legía de Canarias. No, él es de Vijo, insistía Valle. Ya, pero el Tercio está en Canarias, creo, y en Ronda. Da igual, pero el kif es de Marruecos, apostillaba él. No hay manera de entrarle a un galego. Yo flipaba. Me miraba con esos ojillos suyos tan vivos y mentireiros, y no podía creer que fuera la misma fiera currupia que me persiguió desde junio.

En fin, el gallo de Esculapio, al que ya nombré, me despertó.

Puerto de Agii Apostoli 2010

La última vez que lo vi fue la siguiente a la sardinada en el puerto, cuando cantó Eleni Legaki. Estaba sentado a una mesa con otras personas que comían sardeles, mientras él contemplaba extasiado el escenario y las evoluciones de los danzarines del corro nisiótiko. En un momento fui a saludarlo pero, antes de llegar a su mesa, se levantó y se sumó al círculo de bailarines. Lo perdí de vista cuando regresé a la mía y no volví a verlo en toda la fiesta.

Era la noche siguiente a la luna llena y habían soplado ya las primeras ráfagas del Meltemi. Volví a casa bastante cargado después del último zembékiko, cantando por lo bajini  el Apoxe canis bam!, ¡Esta noche hacemos bam!, ya no sé si de Tzitzanis y Marika Ninou. En el paseo arbolado de la playa pequeña, más alejada del puerto, vi una vez más la sombra escura de don Ramón, con el sombrero. O eso me pareció, porque no llegué a cruzarme con él, una racha fortísima de viento me detuvo bajo una sabina.

Una gran bolsa negra de plástico salió volando de sus ramas arrastrada por el Meltemi. Don Ramón corría por la superficie encrespada de la mar agarrando con fuerza el chibuquí.

Yasas, salud!

Barbarómiros.

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