jueves, 29 de diciembre de 2011

Santos inocentes


En el Limbo

Alguien me zarandeaba con violencia. Abrí los ojos con dificultad, asustado y desorientado, los tenía pitañosos con las pestañas medio pegadas.
Poco a poco empecé a recibir imágenes.

¡Venga, levántate!, me gritaba al borde de la cama sobre la que yo estaba echado, vestido y con zuecos, un hombre joven con uniforme de guarda privado.

Estaba agarrotado y me costó moverme. El segurata me agarró del chambergo que llevaba encima y me sacó del lecho de un tirón. Caí al suelo y desde allí vi a un paisano a la puerta de la habitación con un cayado de madera clara en la mano que terminaba en un engrosamiento, como una cebolleta. Quizá la raíz del vástago de donde se sacó la cachava.

¿Cómo entraste aquí?, me dice el de seguridad mientras me levantaba.

No me sonaba el lugar, aunque sospechaba alguna aventura nocturna con don Ramón de la que no recordaba nada. ¿Estaría soñando? El guarda me sacó de dudas.

¿No oíste lo que te dije, cómo entraste aquí?, ¡contesta, cojones!, y me dió una colleja en el cogote.
No lo sé, don Ramón..., empecé a decir, pero me cortó.
¡Qué don Ramón ni que hostias, aquí no hay ningún Ramón!

En un cristal de lo que podía ser el cuarto de baño parecía reflejarse la silueta burlona del manco de Vilanova, tocado con la boina de Baroja. Me cagué en todos sus muertos, pero para mí. ¡El jodido carlistón me había dejado tirado dios sabe dónde!.

El guasón de don Ramón

¡Venga, muévete, coño!, chilló el gorila cogiéndome de la manga.
Va, va..., dije casi sin voz. Se me pegaban los labios, y la lengua al paladar, tenía la boca pastosa, me costaba trabajo articular, todos los síntomas, de nuevo, de una borrachera monumental aún no digerida. Se me iba la cabeza y podía oler mi propio aliento alcohólico.

¡Veña, fora, y rapidito!, dijo el paisa de la cacha  retirándose de la puerta y dejando el paso libre.

Era chaparro pero estaba cuadrado el jodío. Yo no tenía ojos más que para ese palo que llevaba en la mano y que movía de un lado a otro a ras de suelo.
¡Veña carayo, lixeiro!, repitió con peor tono. Salí temeroso con el segurata tapándome la retirada.

En la habitación contigua, una especie de vestidor o salita, había una mujer de pie con las manos en jarras observando. Llevaba un vestido negro de paño fino que casi le llegaba al suelo. Era un modelo anticuado, de principios del siglo XX, con una fila de botones de la cintura a la gorjera, que le daba el aspecto rígido de una institutriz o ama de llaves de la aristocracia rural.
Al pasar a su lado flanqueado por los dos mastines que me iban azuzando, ¡Camiña vivo!, le vi también los bonitos pendientes de oro, estilizados, con una lágrima de coral, que le ornaban las orejas. Me miró a los ojos severa pero no abrió la boca.

Me sacaron a un patio que reconocí. Era un rincón del jardín de don Ramón en Vilanova. Debajo de un magnolio donde había una mesita y dos sillas de hierro me cachearon. La paisana veía la escena sin cambiar de postura parada en el dintel de la puerta, callada.

¡Non leva nada!, dijo el paisano dirigiéndose a la mujer. Ella hizo un gesto de asentimiento con la barbilla y entró en casa.
Dejaron que me sentara, pero el de seguridad volvió a ponerse borde. Me dió otro mosquilón en el colodrillo, ¡¿Cómo entraste, joder!? ¡Si pierdo el curro por esto te voy a buscar y te mato, hijoputa, te lo juro, te mato!
Déixalo, está a chegar a Garda Civil.

Allanamiento de morada

Llegó la Guardia Civil en su flamante todoterreno nuevecito. Conducía el más joven, con cara de niño y la gorra echada hacia atrás en plan chuletilla. No me gustó y traté de no rebullir en todo el camino.
¡Sal, marrano, que ya me dejas ahí un tufo de la hostia!, dijo el chulito cuando llegamos al cuartelillo. Al bajar me dió una de media vuelta. Ya la esperaba y la esquivé algo, pero aún alcanzó la oreja y estuve un rato escuchando el porompompero con acompañamiento de campanas navideñas, versión saturada, hasta que enfrió la susodicha (oreja).

El cuartel era en realidad un grupo de viviendas tipo colominas, todas iguales, sin gracia alguna.
Pero peor era el calabozo que habían habilitado, una dependencia en la parte trasera del bloque, cerca de las oficinas donde me tomaron los datos al entrar, pero con un ventanuco con rejas y sin cristales por el que asomaban ortigas y soplaba una brisa helada.
Era una habitación estrecha pintada de blanco, llena de desconchones y manchas de humedad que tal vez estuviera destinada en origen a los servicios, porque tenía retrete y lavabo. Había también una mesa de formica, dos sillas, catre con somier y un colchón que no me atrevo a describir.

Me senté en el borde de la cama porque tampoco es que el chambergo o los pantalones que vestía estuvieran mucho más limpios. Estaba cansado y muy mosqueado con el gallego. ¿Cómo fui a parar a su cama y sobre todo porqué ni en Vilanova ni en el cuartel me creyeron cuando hablé de él o de su criado Saturno? Todos me miraban como a un loco.
Sí ya sé que don Ramón hacía muchos años que había muerto, pero entonces ¿cómo entré en la casa?.
Ellos, por lo que decían, se quedaron con la idea de que me había escondido en alguna visita de las que se permiten al público, pero no les quedaba claro para qué. Como me veían tan cocido y oliendo a borrachuzo concluyeron que había entrado a saquear la bodega. Hablaron también de allanamiento de morada.

Subí el cuello del abrigo y me tumbé.

Me despertaron las voces que venían de la zona de oficinas. Era ya noche cerrada y por la ventana entraba ahora auténtico viento. Las ortigas golpeaban contra los barrotes, asomaban las cabezas en aquel cepo polar y hasta parecían reírse.
Volví a oír voces, esta vez más claras y cercanas. Me parecían de don Ramón por el tono teatral, y entonces, ya casi junto a la puerta de la mazmorra escuché un ¡Ábrame la puerta, sargento! con tal autoridad que no dejaba duda de qué garganta había partido aquella orden.

Me levanté pero antes de llegar a la puerta se abrió y allí estaba el genial manco con una sonrisa de burla en los labios. El sargento del puesto, serio, parecía cubrirle las espaldas.

¡Vamos, pollo, se acabó la broma!

¡El gran perro había montado toda aquella farsa para tomarme el pelo!. Pero ése es otro sueño que os contaré un día de éstos.

Fuera del cuartelillo nos esperaba Saturnino que me saludó y me miró con cara compungida, como si se apiadara de mí por la broma pesada del viejo.
Mientras bajábamos por una calle empinada Valle me cogió del brazo izquierdo y me dice, A ver, Ambrosio, que tiene usted cara de estar cos pes na cova, contésteme a este acertijo:

San Fabián y San Sebastián
detrás de una piedra están
el uno pide pan
y el otro pide queso

¿Quién de los dos
es más goloso,
el del pan
o el del queso? 

No estaba para bromas y además me sabía el truco del acertijo, otro parecido a los burros que tienen el culo redondo y cagan cagajones cuadraos. Satur callaba.

Ya conocía el chiste, don Ramón, mi padre nos despertaba temprano todos los años el día de los Santos Inocentes para recordarnos el cuento.
¡Bien por el viejo, hay que honrar a los santos del día! ¿Y qué contestaba usted a la pregunta?

Unas veces el del queso.
Vas y le das en el culo un beso.
Y otras el del pan.
Vas y le besas el culo a San Fabián.


Malos tiempos para la lírica, de Golpes bajos.

Pi Miento Morrón.

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